sábado, 22 de noviembre de 2014

Dulce compañía


Es entonces cuando, por primera vez, extiendo y barro la pereza que afea mis alas. Con ellas, y situado a su espalda, arropo al que escribe esto. Incrédulo, deja el teclado y se gira para mirarme. La luz del monitor oscurece la cara que se aleja y azulea los ojos que me miran, ojos que lucen entre cansados y agradecidos. Mis manos abrigan sus sienes y beso su frente de tango marchito. Los azules ojos se ocultan tras unos párpados sin pestañas. Unas manos acostumbradas a crear belleza, tanto así en letras, como en inútiles jarras de barro que giran sin fin, retiran el pañuelo que cubre el bosque talado donde se cocina el equilibrio. Equilibrio entre la rabia por la premura del destino y el afán por compartir lo que se lleva dentro. Cosa que aturde con su aroma de flores raras, que eriza la piel de los latidos con su arrebato de verdad incontestable.
Inicié este viaje hace algo más de un año. Jamás usé mis descabelladas alas de gorrión monstruoso para llegar antes. Viajé en coche, barco, tren o a pie, retrasando la aguja del tiempo. El final es claro, como tantas otras veces; pero en esta ocasión algo cruje en mi vacío interior. El eco de la ruptura me trae recuerdos de cuando yo mismo vagaba en este lodo.
Yo quise una vez escribir. Quise también crear algo con mis manos. Yo soñé hace algunos siglos con sacar forma al barro de la tinta sobre un lienzo, pero el amor me puso muerte y la muerte, generosa, me dio alas y un oficio.
En la habitación de quien escribe esto, hoy se acerca lo esperado y negado tantas veces. Extirpo y me llevo la vida de quien ya la había dado por perdida hace años, me revuelvo en ella. A lametones testo la profundidad del mal que la extingue y compruebo que he llegado a tiempo. Miles de ángeles nublan el cielo tras la ventana de mi espalda, el cuerpo del escribidor cae de mis manos como un gato absurdamente quieto. Recojo mis alas, ajusto mi corbata, oculto esa emoción que pugna por aguar mis pasos y, antes de salir, me acerco al teclado, y pulso enviar.



Photo CC0 by Francesco Ungaro

viernes, 14 de noviembre de 2014

A medias


Espero el último tranvía. La luz amarilla de la farola gris se filtra a través del plástico curvo que hace de techo en esta marquesina abandonada, aplastada de día alborotado, y de noche sin descanso.
Tras de mí, un fluorescente parpadea sobre la mesa del interventor de un banco Bilbao Vizcaya. Está a punto de morir pero, en su agonía, hace sufrir al que intenta dialogar con el cajero automático que está dos puertas mas allá, sorteando sueños de indigencia, recordando cómo se calibra un platino, como se gira un Delco envuelto en la fantasía de una lámpara estroboscópica.
El asiento de aluminio en mi parada está frío. En la espera, bucean mis manos en los bolsillos, mas por curiosidad que por destemple, y me distraigo calculando lo que me incomoda el por qué de esta necesidad mía de sentirme dos, como dos manos, como mellizos reencontrados, de creerme a medias en todas partes.
Comienza a llover del otro lado de la curva de plástico y el resto del mundo. Mi marquesina continua seca, amarilla y titilante. Fría. Por el empedrado de entrevías, no tarda en correr un agua sucia y constante. Entre las piedras, por los surcos, navega un barquito de cáscara de nuez que mira airado las crestas del adoquín, la marinería se afana por continuar en mi mente, el piloto me mira discreto, aferrado al timón, y la piel de nogal se pierde vía abajo, camino de Corrientes 348, la próxima marquesina solitaria. 
Suena una campana. Saco las manos de los bolsillos.
La mitad de mi que espera al último tranvía se levanta del frío banco de aluminio y, mientras lo aborda, sueña con encontrarse de nuevo en casa con los libros abiertos, las lámparas ciegas y torcidas, la cama desnuda, el fregadero retenido en alguna aduana sin teléfonos. Y con mi otra mitad, partiendo nueces.


Photo CC0 by Pixabay

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Esta casa

Hace ya tiempo que vivimos en esta casa de tablas superpuestas. Tablas que, como tejas, conforman fachadas y joden a la hora de pintar. Ni machihembrados ni colas de milano, una encima de otra, clavadas con aire contra los ocultos rastreles. Esta casa de tablas que no se yo como no se moja, con los palos de agua que caen por aquí.
Esta casa en la que coincidimos junto a una llave del gas abierta en la cocina, en la que nos cruzamos fumando, y en la que comemos siempre la misma sopa del mismo caldero.
Esta casa sin garaje, ni coche, ni humo. Se acabó la cinta americana, se mudaron al tendedero del vecino las toallas mojadas.
Somos los que coinciden acariciando las tablas de la fachada, mientras se preguntan por qué coño no se moja esto. Somos los de la manga ancha con las emociones, si son para adelgazar, y se reconocen un día y preguntan: ¿cómo te llamas?
En esta casa, abundan las tardes rojas, en las que cerramos las contraventanas para que no entren los ojos de un sol sudoroso. En esta casa, después de la sopa, nos sentamos sobre cajas preñadas de libros por amontonar, y entendemos por qué la muerte está cansada.
Nos cogemos de la mano y le entregamos nuestros libros, que es lo más cerca de ser madre que la pálida igualadora llegará nunca a estar.
Ella hunde sus dedos amarillos en las páginas de un Decamerón, saltan los clavos y las tablas, entra por fin la lluvia y, un niño, no lejos de aquí, se prepara para nacer muerto.


Photo CC0 by Myriams

sábado, 1 de noviembre de 2014

Todos los santos

Hoy he despertado imaginando que lo hacía a tu lado, en esta cama estrecha que a ti te hubiera encantado: 'la mejor cama para dos es la que venden para uno', decías.
He imaginado tu cuerpo desnudo, con veinte años más, abandonar mi costado camino de la cocina, por ver si queda café. Continuaba siendo el esplendoroso arrebato de carne amable desde el cuello a los talones al que me tenías acostumbrado.
Me pregunto qué pensarías de mi sobrepeso, de mis muslos blancos de bermuda playera para cincuentones, de los pelillos que me han crecido en las orejas y la nariz, de mis manos descuidadas, de que me llamen caballero las dependientas del supermercado.
Me pregunto cómo seríamos si la vida no te hubiera apartado de mí, a que modas hubiéramos sucumbido, si viviríamos juntos al fin, o si continuaríamos perdiendo la respiración con cada beso, con cada encuentro.
No sé si seguiríamos tomando el sol desnudos, amándonos en el coche la noche de san Juan, escandalizando a los que esperan tras la puerta al salir juntos del lavabo, besándonos solos en mitad de la arena de una plaza, abarrotada de gente, concierto y agosto.
He despertado como si aún pudiera soñar. Te he visto como si realmente estuvieras aquí, he sentido tu calor sobre mi pecho, y a mis dedos probándose todos los anillos de tu pelo. He recordado que los cines ya habían cerrado, y que lo último que pasó por mis ojos fueron los faros de aquel camión.
Lo último que pasó por mi cabeza fue el atasco que iba a provocar en la autopista el intento de los bomberos por sacarme de entre los cuatro ejes de aquella mole. Y que iba a llegar tarde a recogerte.
Lo último que pasó por mi boca, antes de deshacerme en carne, hierro y verso sin ripio, fue un ay, mas de conciencia de perderte, de no volver a amanecer a tu lado, que de dolor por mi propia muerte.


Photo CC0 by Pixabay

martes, 21 de octubre de 2014

De paso

Llegué a un pueblo tan en silencio como el eco de los pasos que me trajeron a él. Bañaba el final de su tierra un mar oscuro y quieto, que olía a ojos cansados de esperar una vela que jamás recortó de vuelta su horizonte. Ese mismo mar besaba un puerto cuajado de marineritos que te miraban bellacos, amparados por el reflejo de sus entorchados de almirante mientras hacían una y otra vez su primera comunión bajo la atenta y lasciva mirada de una sotana que no sabía nadar. Una y otra vez, lujuria del pan bendito.
En la calle principal una farola tanteaba el suelo como buscando lentillas, atrapada bajo el peso de un Cadillac habanero y corroído por la sal de un paseo perdido y en ruinas, que allí llamaban malecón.
Antes de buscar donde comer, entré en la barbería que se anunciaba con un caramelo girando sin fin y, en cuyo interior, un viejo tan viejo como aquellos ojos del puerto rendidos de esperar acariciaba el pelo de una niña, extraña para el lugar por hermosa y limpia. Presidia la habitación un espejo con tatuajes y las cicatrices de mil botes de Floïd arrojados de espalda, como tras un brindis de boda eslava, y un Cupido de yeso que cuidaba que no faltaran flechas en el culo del único amor que en la vida del barbero hubo.
El anciano se afanó en escaldarme la cara mientras la niña me miraba los zapatos, entre incrédula y divertida. Por mi parte, me limité a cerrar los ojos cuando el de Sterbini se acercó con la navaja.
Me quité el sombrero antes de entrar en la venta que anunciaba lentejas, carbón y petróleo y, más abajo, en letra pequeña, platos de comida los terceros días.
Comí sin interés lo que sacaron de aquella olla tiznada de humo de tarajal seco y me bebí casi un litro de un vino agrio y estimulante, como una mujer desnuda tras la vendimia. Eructé sin entusiasmo y me ajusté el sombrero para después soltar unas monedas en el mostrador junto a la pesa de pesar lentejas y encaminarme hacia la puerta abierta.
- ¿Va a quedarse mucho?
Consiguió que me volviera. Reparé entonces en lo alentadoramente grandes que eran los pechos de la ventera y que, aún joven, parecía conservar todos sus dientes.
Volví a dejar el sombrero sobre la mesa.
-Quizás uno o dos días, respondí.


Photo CC0 by Brigitte Werner

sábado, 11 de octubre de 2014

Monedas

Alineo con cuidado las monedas que dejé sobre la mesa. Las de cincuenta céntimos, las de veinte, diez, o las distintas de cinco.
Juego con ellas un rato, como un croupier enigmático que las arrastra sobre el tablero, incomodando rubias vertiginosas o pajaritas con licencia para volar.
Al fin, aburrido de este juego, formo con ellas un triángulo, da igual hacia donde los vértices, y pongo mi mano izquierda junto a ellas.
Esta mano mía, a la luz del apantallado aplique de loneta amarilla, resulta mano vieja y raída. Se arruga y cuesta extender, con las uñas quizá demasiado largas, y una evidencia de maltrato en los poros. Con los tétricos huesos de asustar hombros de incautos resaltando bajo la piel de los nudillos, como caparazón de armadillo, unos pliegues en lo importante, como cuellos de iguana deslenguada.
En la palma, del otro lado, busco remedio a la decepción, y solo encuentro callos de estrujar el palo de la fregona, y unas rayas que hace años se fueron mundo adentro, a separar montañas de pueblos con chimeneas, a congeniar sueño de princesa con aliento de dragón.
No hace más de veinte años, esta mano y la de enfrente, acariciaban sueños de esos que te borran las huellas, moldeaban conjuros de esos que te convierten en príncipe invencible en el guardarropa de las ranas.
No hace más de veinte años, estas manos, no hubieran hecho un triángulo con las monedas necesarias para comprar el veneno que acabará con ellas.
Tal vez, posiblemente, hubieran hecho una estrella.


Photo CC0 by Alexis

lunes, 6 de octubre de 2014

Yo

Simplemente no estás.
Yo tengo al corazón molestando vecinos que golpean los tabiques que me protegen de ellos, y desgastan las suelas del zapato, el bastón o la fregona contra mi suelo y su lámpara, contra mi techo y su orinal.
Y tú no estás.
Decides irte cuando el mundo gira como siempre, cuando tras el ámbar viene el rojo, cuando el frutero limpia cristales en la piel del melocotón.
Nada distinto nos separa, nada corriente se aburre de nosotros. Simplemente continuamos siendo la rutina que se nos presupone, y tú decides desaparecer.
Yo estaba cómodo en este limbo del no lo digas, con nuestros recibos de la luz y nuestros dos polvos rapiditos por semana. Yo me había habituado al sabor de tus comidas y a que me dieras el yogur destapado y con la cucharilla enterrada a media asta, como un hijo predilecto fallecido.
Decides irte sin decirme donde está la llave del buzón, con el bote de Fairy en las últimas, con la regleta gastando en el stand by.
Y yo no entiendo de motivos, yo no quiero pensar en hastíos porque de esa planta ya tengo yo macetas llenas.
Y tú no estás, y en estos tres minutos, yo he escrito la palabra yo ocho veces, como los ocho años que has tardado en dejarme.


Photo CC0 by analogicus

domingo, 5 de octubre de 2014

Me bajo aquí


Mi mundo se queda mudo. Ya no hablo, ni escribo, ni siento ni sentido, ya ni bajo a por el pan.
Mi mundo se queda sordo. Ahórrate el sermón de lo mucho que se pierde sin mí. No puedo oírte.
Ya no sigo al compás de la deriva, yo me bajo aquí. Chófer, la puerta. Aquí donde la marquesina cagada de pájaros hambrientos, aquí donde los ojos no pasan del cinturón, aquí donde me criaron los soñadores estampados de realidad, crueldad de la sopa de sobre para veinte. Aquí. Abra ya.
Ya no sigo. Ya si puedo, pero no quiero. Todo lo que está por venir viene sin asombro, todo lo que de mi espero está aquí, en el origen de mi desacuerdo conmigo.
Terminas siempre volviendo a la raíz. Lo difícil es aceptar en qué estado lo acabas haciendo.
Mi mundo no me habla. Tendrá que ver el que hace tiempo dejé de oírle.



Photo CC0 by Free-Photos

sábado, 4 de octubre de 2014

Ochenta y cuatro - Tercero

Uno de mis dos y únicos amigos. Soy afortunado.
La vida, la suerte, circunstancias, destino, casualidad o como quieran ustedes llamarlo, nos presentó en 1984 en un pueblo mediterráneo, cercano a Nador, con portales modernistas y hierbabuena en el te.
Y así, por uno de esos giros de nuestra estancia en el tiempo, convinieron en el mismo espacio la literatura, poesía, política, el activismo social, rebeldía y diferencia, sensatez y respeto. Coincidieron Llach y Silvio, Espriu y Millares. Juntos se reconocieron de inmediato, y juntos sobrellevaron largos meses de mediocridad entre desterrados que añoraban a su caudillo y su dieciocho de julio, carros de combate y tierra de Rostrogordo en las botas del cuerpo a tierra.
Cuando llegó el librito blanco que marcaba el fin de aquel despropósito, cada uno marchó a su casa con la firme intención de conseguir todo lo que aquella década, para alguien con veinte años, venía prometiendo.
La vida se fue abriendo paso en cada uno de nosotros o, mejor dicho, a través de nosotros. A mi, en ocasiones me empujaba de espalda a mullidos y prometedores colchones, en otras me coceaba de frente y sin piedad contra ásperos muros de piedra truculenta. Y supongo que a el le pasó algo parecido. Como a casi todos. Lo que iba a ser y la mierda que ha sido, como cantó el poeta.
El contacto no se perdió; simplemente se dedicó a ir puerta por puerta, como esos vendedores de ungüentos y otras cosas sabias e inútiles, llamando, confiado en que algún día uno de nosotros dos abriría la puerta.
Anoche sonó el teléfono, y se deslizó sobre la mesa como una mosca agonizante de Oro Matón. En la pantalla, tras la luz y el ajetreo, el nombre de mi amigo. No fui capaz de responder. Hace tiempo perdí la capacidad de controlar según que emociones, y llorar no alivia si no ves la cara de quien te ve llorar.
Yo te llevo en el pensamiento, hermano, i t´estimo, amic, y espero volver a oír en persona tu voz de cazalla antes que el tiempo y la memoria me diluyan en tinta de otros tinteros.



martes, 30 de septiembre de 2014

Si de verdad hubiera

Si de verdad hubiera en mi un mínimo de decencia, no me hubiera permitido ofenderme cuando comencé a ofender a los demás. Jamás hubiera entrado por mi pie en esta bañera rebosante del ácido de la frustración, charca en un lodo espeso de renuncia.
Si de verdad hubiera en mi un atisbo de nobleza, aún seguiría leyendo contigo, por encima de tu hombro, con mis ojos acompasados a los tuyos siguiendo el renglón, tocando el índice con la lengua de pasar página al unísono. Si hubiera tenido un atisbo de la grandeza que a ti te perfumaba, tu recuerdo ahora no sería el de un triste niño muerto, un solitario niño ahogado, envuelto en la humedad de esas algas pardas que gripan motores, con los ojos cuajados en sal oscura de las mas negras salinas y abismo, con la boca preñada de cangrejos ahítos, como curas en matanza.
Si de verdad hubiera, si de verdad en algún momento hubiera habido algo de dignidad en mí, miraría atrás intentando encontrar algo bueno en mi vida y, ante la evidencia de que todo es vileza, maldad, traición e indecencia, haría callar para siempre esta sucia boca mía que ya no sirve para el beso o el verso. Cortaría estas dos manos que ya no sirven para la escritura o la caricia y así, esperaría aterrado el día en que, al fin, la muerte me sacara a rastras de este mundo.


Photo CC0 by xusenru

martes, 16 de septiembre de 2014

Mi pena distinta

Arrastro una pena pesada y blanda, como una de esas largas y espesas capas de terciopelo rojo y blanco armiño de las coronaciones buenas y de los malos aspirantes a dictador.
Es un rítmico golpe, una clase de angustia que me arrasa en suspiros y me encola de una melancolía amarilla, de ese amarillo absurdo y estridente de algunas gafas que he visto en películas de sobremesa. Es una aguja brillante y amenazadora, que se sitúa en el límite exacto en el que acaba de expandirse el músculo de latir para punzarlo levemente. Herir sin lacerar, doler sin extinguir.
Conozco con desdichada exactitud el motivo de esta queja, pero ni lo pienso, ni lo digo, ni lo escribo. No pretendo generar compasión, aunque me encantaría, pero tampoco me atrae la idea de que todo este sentimiento atroz me devore sin, al menos, algo de lucha por mi parte. Desde hace tiempo mis únicas armas, mi único escudo es este rincón y el saber que otros ojos también seguirán el zigzag de estas líneas.
Lo que podría ser cómico, si no me desbaratara el ánimo sin cortesía como lo hace, es que lo peor está por llegar. Todo este desaliño del espíritu, tan bien acompañado por el descuido del cuerpo y la palabra, junto al descrédito del clima, no es mas que preámbulo de lo presentido, es la vuelta de calentamiento de lo que fue barrunto y hoy es amenaza certera que se acerca a toda prisa.
No hay adonde huir, no existe rincón oscuro en que desaparecer, las fortalezas se conforman con contar las piedras caídas de sus antaño inexpugnables límites. Mientras, yo vago huraño entre incontrolados arrebatos de impotencia, rumiando mi suerte y maldiciendo mis decisiones, esperando, viéndolas venir, mohíno o violento. Apagado, estéril, cruel.
No hay tampoco modo de pelear. La naturaleza del mal me impide la lucha, y esa es la mayor de sus indignidades. Ni siquiera te permite defensa, rebosa el vaso de la frustración.
Los pocos ratos de calma, los preciados momentos en los que el corazón, anestesiado por lo cotidiano, me concede unos minutos conmigo mismo, los dedico a recordarte e imaginar que, contigo, quizá mi vida hoy sería mejor. O mi pena distinta. 


Photo CC0 by 809499

martes, 9 de septiembre de 2014

Operación salida


Se me tintó el pelo color sangre espesa e inesperada. Inesperada de vuelta y vuelta de campana arrebatada, presa en un campanario de acero y cristal. Fotograma a fotograma, el coche giró sobre sí mismo un millón de veces.
Nadie murió de inmediato. Todos, con las bocas muy abiertas pero en absoluto silencio, esperábamos ver de nuevo aquella cabeza golpear el cristal, tan cerca, tan callada, abandonada a unos ojos aterrados.
Creo que nunca sabremos muy bien que nos puso allí. Detenernos sin más contra esos treinta segundos sin vida, que pierden la nuestra como se pierden unas llaves, un paraguas o un recuerdo. Justo antes de las sirenas, de la vuelta boca abajo a lamer asfalto, todo era extraño. 
Extraño. Morir el día de tu cumpleaños. Y querer vivir para encontrar mi juventud, o solo esperar por una navaja que corte este cinturón. Que me devuelva el aire. Que me permita ver algún día mi hermosura en los ojos de mis hijos.


Photo CC0 by hoffmann-tipsntrips

sábado, 30 de agosto de 2014

Yo estoy muerto

Corro atravesando descuidados callejones. Intento controlar la respiración como el tiempo me ha enseñado, pero esta vez es diferente. Oigo las voces que ordenan parar a mi espalda, son las mismas que hace unos años no advertían antes de amartillar un arma; ahora dicen: ¡para hijo de puta, policía! Yo las oigo y aprieto el culo. Tengo veinte años, que coño.
Estas casas están hechas con tablas. ¿Por qué no hará esta gente casas con ladrillo como todo el mundo? La madera está vieja y sin pintar, los perros son paticortos, blancos y hocicudos. Y muerden.

Salto una valla en forma de pico con tablas de fresno pintadas de azul y rojo, y del otro lado me doy de bruces con una bici con ruedines, una manguera, un señor en calzoncillos y un perro sobrealimentado.

Ladra el de los gayumbos, huye el chucho obeso, y yo corro ante el estrépito de placas, porras y sudoroso tergal azul. Huele la noche a cabreo y a cuando te coja te vas a cagar.
Yo soy un chico normal, irremediablemente sencillo. Una vez pedí morir y me hicieron caso, con una condición: si renuncias a lo que otros ansían, el precio es alto.
Yo estoy muerto como quería pero, a cambio, debo ser el fugitivo de telefilmes americanos, la mosca en la fruta arruinada, la novia que no espera ya mas al que no se presentará, el seguidor que sale del anonimato de la tecnología, y te espera, pañuelo en mano, flor en la solapa. 



Photo CC0 by Life Of Pix

miércoles, 13 de agosto de 2014

Historia de amor sin estrellas


La cortina serpenteaba asediada por un aire frío, incluso para esa época, que se colaba por la ventana entreabierta. No sabía muy bien en qué fase andaría la luna, pero brillaba lo suficiente para blanquear unas nubes esponjosas y cadavéricas que, contra el único azul oscuro cielo que había corrían atosigadas por vientos de idiomas remotos, y cruzaban de una esquina a otra el rectángulo de cristal que había hecho instalar en el techo inclinado (abuhardillado decía ella) del dormitorio, justo sobre la cama. Parecía como si el heredero de un tiempo, con ojos de antílope aterrado, empujara al interior de una talega bolas de algodón recién arrancado. De vez en cuando, entre nubes, en los claros de azul oscuro brillaba por un instante una estrella, y él creía sonreír.
En ese pueblo blasfemo casi siempre el cielo estaba cubierto de nubes, noche y día. El no la quiso desilusionar cuando ella insistió tanto en instalar la claraboya sobre la cama para “ver cada noche juntos las estrellas…”, ni protestó cuando tuvieron que pasar casi dos semanas durmiendo entre el sofá y un colchón en el suelo del salón, ni dijo nada cuando, noche tras noche, lo único que se veía a través de aquel cristal era oscuridad.
Cuando ella se marchó, envuelta en un taxi negro, sin volver la vista atrás y mucho menos el pensamiento, el subió al dormitorio y se acostó boca arriba en mitad de la fría cama, y miró fijamente el cielo gris sobre el cristal. Abajo, en la cocina, un grifo goteaba contra el fregadero dando cuentas de ábaco del paso del tiempo, convirtiéndose en metrónomo de la casa.
Transcurrido un tiempo sin medida, de las puntas de sus dedos brotaron raíces que se extendieron por el suelo de madera, de allí a los pilares de la casa, a sus cimientos y, al final, a la tierra de la que comenzó a alimentarse. Sus otras necesidades, simplemente desaparecieron.
De vez en cuando apartaba la vista del techo y contemplaba el cuadro que ella pintó cuando estudiaba en Barcelona. Era una especie de prado tachonado de violetas, sus flores favoritas. En realidad, la pintura no era muy buena, pero era lo único que había dejado atrás, quizá precisamente por eso.
Muchos golpes de metrónomo después el ayuntamiento decidió que, justo bajo su cama, debía pasar la nueva carretera que permitiría a los vecinos escapar mucho más rápido de aquel pueblo, y envió a unos asalariados con casco blanco, chaleco amarillo y bloc de notas azul a confirmar la viabilidad de la demolición y comunicar la expropiación del inmueble.
Paredes, techos y suelos, ventanas, muebles y puertas. Todo estaba cubierto de una nudosa manta de raíces, como un manglar, como un pantano surgido de los lápices de Rick Veitch. Hubo habitaciones a las que hubo que entrar abriéndose paso a golpe de improvisado machete, como a la cocina, en la que un grifo que goteaba había horadado la loza del fregadero y el agua caía sobre las raíces del suelo, verdeadas.
Subiendo por la ahora amazónica escalera, arriba, en el dormitorio principal y sobre un tálamo de raíces que se erguía bajo una claraboya, en su centro, una diminuta violeta se alzaba desafiante. Una flor desvalida y triste, como una mente sin juicio, con su amarillo ojo mirando al cielo del otro lado del cristal, un cielo que, como casi siempre en ese blasfemo pueblo, estaba cubierto de nubes, noche y día.
Tres meses después la casa fue derribada y sus escombros amontonados. La noche del día de la demolición, bajo un cielo limpio y sin luna brillaron atronadores millones de estrellas, y las violetas de una acuarela abrieron antes del alba sus pétalos, y creyeron sonreír.


Photo CC0 by Pansyfun




lunes, 28 de julio de 2014

Historia de amor sin nombre

Yo recuerdo el color de la cafetería a la que íbamos al salir de clase. Recuerdo las mesas y sillas dispares y de madera, la cara del camarero, los estantes combados por el peso de tanto libro bueno y espeso, los pósters del Che, las citas a bolígrafo sobre la pintura de las grasientas columnas, la música legible, el café hirviendo, los tableros de ajedrez huérfanos de damas. Y recuerdo tu olor, o, mejor dicho, recuerdo como huele tu recuerdo.
Como en toda historia de amor, naturalmente era invierno y afuera llovía. El suéter que te había tejido tu madre en tres sobresaltos viendo Falcon Crest, olía a flores sin heredad y a los senos fuertes de pezones morenos que tardes atrás me presentaste, sin aviso, con intención, como una visita de primos de paso.
Nos había descubierto la lluvia y corrimos hasta el café. Entramos mojados y parando con la mano el estrépito de la campanilla sobre la puerta. Como cada tarde, nos sentamos a mirarnos hasta que dieran la diez. Tomábamos café y fumábamos tabaco de pipa que tú liabas dando por sentada mi torpeza con el papel. Hablábamos de lo humano, por no creer en lo divino, de lo justo y su contra, de milicos y Monedas, minas de Asturias, caras al viento y gaviotas en Madrid a por el mar.
Soñábamos con manifestaciones que nunca se convocaban, y con correr delante de una policía acomodada y obesa que jamás nos perseguiría. Soñábamos con la utopía que vale redundar, sentados en la vigilia de nuestro amor, parapetados tras la revolución de nuestros cuerpos y los veinte años que jamás vuelven del mismo modo.
Yo recuerdo tu modo de mirarme cuando caía la aguja sobre el “Te doy una canción”, y recuerdo como tus dedos se enredaban con los míos. Recuerdo mi chaqueta gastada y mi corazón latiendo loco a su abrigo, recuerdo tu libreta de apuntes, tus libros, aquel anillo diminuto de piedra azul regalo de tu padre.
Sería capaz de dibujarte entera en una de aquellas servilletas, sería capaz de hablar con tu voz y amarte como el primer día. Pero soy incapaz de recordar tu nombre, o el mío, o el de esta absurda enfermedad que me arrasa.



Phot CC0 by Daniel Nebreda

lunes, 14 de julio de 2014

Historia de amor sin después


El aspirante a repetir como alcalde dio por terminado su mitin, y arrancó la verbena con su orquesta. El bar estaba casi vacío, pedí otro innoble trago de aquello que el camarero llamaba güisqui. A mi espalda tintineó la cortina de cadenilla, y entraste tu llevando de la mano mi futuro.
El aliento de aquel sitio se detuvo, contuvo la respiración como el aire que hay tras las ventanas de guillotina, ajusticiando atardeceres. Sorprendido, como un gato al que en mitad de su noche de ronda se le encienden de improviso las farolas, te adiviné. Esperé sin volverme.
Te sentaste a mi lado, hermosa como una virgen antigua; señalando mi vaso pediste otro de lo mismo, hablamos del tiempo, de su paso, del clima… Hablamos de casi todo y de muchas otras cosas de no recordar. En la radio alguien cantaba bienes de amores, tristes y bellos, como pueblos blancos lejos del mar.
Se leían en las líneas de tus manos las muchas cartas de recomendación de las vidas que traías en la sonrisa. Cuando tus ojos chisporroteaban pequeñas dulzuras brillantes de bengala, el mundo se llenaba de olor a pan en lunes hambrientos. Entonces yo aún tenía edad de preguntar estupideces y me pregunté por qué la vida no nos prepara para el dolor o el placer, para los encuentros con las irremisibles despedidas.
Nos envolvió la urgencia de un aroma a sexo inmediato. El camarero, que se dio cuenta, no paraba de pasar la bayeta sobre la barra que ocupábamos obligándonos a levantar las copas, tragando ansioso el olor que desprendían nuestros movimientos. Salimos. Atravesamos la plaza cogidos por la cintura, conscientes del revuelo de pájaros dormidos que causábamos, ajenos a la lluvia que comenzaba a caer despintando carteles con la cara del alcalde, arruinando saxofones, presagiando bares calientes y camas templadas.
Bajo el puente nos refugiamos, en la oscuridad del interior de sus ojos, por donde antes corría el barranco en invierno y hoy la ciudad mira a un mar intenso salpicado de la espuma que regalan los alisios. Nos hicimos de amor a sorbos, sincronizando nuestros ahogos. Nos amamos de pie, como los fusilados aman la vida antes de que el estruendo convierta la noche en día. Entré en ti como en los surcos de un dios de vinilo, suplicando que aquello no tuviera fin, que el tiempo me diera un desierto entero y su reloj.
Pero el tiempo, egoísta, pasó sin regalo. Jamás volvimos a vernos, el agua buscó otros barrancos y, en los bares continuaron pasando agotadas bayetas sobre solitarias barras. Pasaron también los años y vivimos sin reconocernos. A mí, el pan dejó de calmarme los lunes.



Photo CC0 by Burak K

miércoles, 9 de julio de 2014

Por gris y frío


En este día, absurdo por gris y frío en julio, se une al agotamiento del alma el tremendo cansancio del cuerpo, y me esfuerzo por asimilar ese profundo candor al que me lleva el vino y escribir esto antes de poner en horizontal mi cama, de natural enhiesto en la contraposición a la noche. Decir en letras juntas lo que ahora siento, antes de preparar despertador, manta, agua y pañuelo. He vuelto a espiarte, y cada vez es mayor el cansancio. No te quiero. Yo no sé hacer eso. Es simplemente que me acomodo en el extrañarte y que, probablemente, eso sea lo mas cerca que voy a estar de tu concepto de amor. Me gusta imaginarte, amparado en la certeza de no conocerte, y en la inexorable realidad de que eso jamás cambiará.
Estoy muy cansado, y eso es lo que importa. Absurdo, por gris y frío.



Photo CC0 by Pexels

lunes, 7 de julio de 2014

Curioso

Curioso comprobar la nitidez del recuerdo. Aquello que escribí con quince años, el cuidado con el que plegué y envié en un sobre ribeteado de franjas azules y rojas la cuartilla manuscrita. El asombrado y secreto orgullo de verlo publicado el domingo siguiente en las cartas al director del periódico local y, en cambio, no ser capaz de recordar que motivó (si es que motivo hubo) el poner a mis hijos el nombre por el que los llamo.

No deja de sorprenderme a diario este cotidiano afán nuestro por seguir adelante, como si al ser humano se le hubiera concedido la facultad de acotar bendiciones y, a un tiempo, el no ser capaz de poner frontera a lo maldito.

Continuamos arrastrando nuestro arado de grandezas, forjado en la fragua de lo mezquino, mientras azotamos la yunta de la costumbre.

Peinamos a diario el mundo y su incertidumbre, perfectos surcos en su imperfección, canales aprendidos por un correr de lágrimas y sangre. Propias y ajenas.

Me reconozco tan distinto a lo que quise, a lo que creí ser, y a un tiempo tan indiferente a una y otra circunstancia. Este provisional ejercicio de gozo y dolor es el que lleva las riendas. Ni siquiera todas las cicatrices que el dolor ha dejado en nuestro arar son capaces de evitarnos un cambio de marcha cuando al bocado obedecemos. Tira de nuestro ser, como preámbulo de la amenazante fusta del tiempo.

Curioso el devenir de lo que nos pasa. Sinuoso el camino que ha recorrido lo que sucede con respecto a nosotros y nos hace, nos da la medida de lo que pensamos, la apariencia de lo que sentimos, lo que somos o pretendimos ser.


Photo CC0 by Free-Photos


miércoles, 21 de mayo de 2014

Funeral

En mitad de un blanco espacio neutro e indefinido, una blanca taza de váter con cisterna y, a su alrededor, un grupo de hombres que hace corro, dando la espalda al espectador.
En el interior del inodoro, una deposición reciente humea flotando en un charco de orín.
Uno de los hombres viste casulla y estola, sostiene en las manos lo que parece un misal romano con cintas de color que asoman entre los cantos dorados. Está abierto y lee en voz baja. Parece pues, un sacerdote.
Los demás, hasta cinco, visten traje y corbata de color negro y camisa blanca de cuello duro; tienen todos la misma cara, que se refleja en el espejo que cuelga enfrente.
La imagen que devuelve ese espejo va a parar al espejo que tienen a su espalda y de ahí rebota de nuevo rumbo al origen, provocando un efecto de multiplicidad junto con una sensación de vértigo, de personajes atrapados.
Uno de estos hombres porta un ramo de margaritas blancas que va deshojando y, a un tiempo, arroja los pétalos al interior del váter donde flotan en la orina durante un primer instante, para hundirse amarillentos al instante siguiente.
Otro de los asistentes descarga periódicamente el contenido de la cisterna, pero la mierda continúa ahí, y las margaritas no se acaban.
Desde arriba, un ojo gigante, como de cíclope sobrealimentado, observa la escena. De vez en cuando parpadea. El aleteo de pestañas genera una corriente de aire que mueve las páginas del misal.
En un momento determinado, el sacerdote levanta la vista del libro de oraciones y me mira, directamente a los ojos.
Sonríe, y dos dientes de oro se reflejan en los espejos de un modo doloroso e infinito.  


Photo CC0 by Daniel Kirsch

lunes, 19 de mayo de 2014

Abejita, abejita...

Ella sabe que nació para escribir. Del mismo modo que las demás abejas conocen con exactitud el para que vinieron a este mundo.
Su diaria contrariedad asoma cuando comprueba que, ni escribe, ni hace lo que a las demás abejas mantiene atareadas. 
Es tan consciente de su cometido, como del hecho de que jamás conseguirá posarse en una flor.
Pobre abejita sin alas,
huérfana de zumbido,
desheredada de vaivén,
que se sienta a la puerta del panal y desde allí observa el afán de sus semejantes.
Mientras tanto, el mundo eclosiona en una orgía de semillas dulces y amarillas lluvias de fecundidad. La vida se abre paso como un hurón en la madriguera y todos los colores, olores, sabores y ruidos hablan de un deseo hambriento por generar vida nueva.
Es entonces cuando, en el interior del universo, el mecanismo que lo rige hace girar la rueda hasta que encaja un nuevo diente. Con un estruendo mudo de mecanismo colosal e inverosímil se preña la vida.
Ella regresa al interior del panal con la caída la tarde, sabiendo que nació para escribir.


Photo CC0 by image4you

viernes, 16 de mayo de 2014

Me quedan los domingos

De lunes a sábado, te levantas temprano. Con un suspiro ahogado te incorporas y te quedas un instante sentado al borde de tu lado de la cama. Cada una de esas mañanas sigues el ritual que te has impuesto y miras los verdes números del reloj, formados por alargadas puntas dobles de lápiz fluorescente, para luego calzarte tus chanclas azules. Jamás te he visto usar zapatillas, ni pijama.
Con un leve balanceo tomas el impulso necesario y te pones en pie, camino del baño. Aprovechas el paseo para acomodarte el calzoncillo y su contenido. Desde el baño te oigo murmurar alguna obscenidad. Debo haber dejado algo mal puesto. O has echado en falta un tirar de cadena, o sabe dios que...
Me llega el reflejo de la luz de la cocina y oigo el chasquido del encendedor. Primer café y cigarro.
Vuelves al dormitorio, coges tu ropa del respaldo de la silla, o del armario, y te vistes ante el espejo vertical. En penumbra, como siempre. Solo se oyen tu respiración y la de algún coche que pasa de largo bajo la ventana, con ese sonido de acercarse y alejarse que solo tienen los coches y algunas personas poco corrientes.
Siete y media de la mañana en los lápices verdes. Te vas, como siempre.
Yo me quedo en la cama. No saldré de ella hasta que la luz del otro lado del cristal consume el hacer visibles las ondas del visillo, hasta que los vecinos arrastren de la mano rumbo al coche a sus pequeños aprendices de ciudadano modelo y el martilleo de la ciudad rascándose una entrepierna de lengua pastosa no se haga insufrible, obligándome a claudicar.
Yo me quedo en la cama, acunando la ensoñación, cepillando la larga cabellera del recuerdo de cuando tu y yo éramos menos prudentes, de cuando hicimos frente a lo que parecían altas torres y el tiempo redujo a simples garitas, casi siempre vacías; de cuando nos reíamos en la cara de la cara que ponían quienes ni aceptaban, ni ignoraban, de los que nos auguraban seis meses juntos entre ignominia y terribles escenas de purgatorio.
Yo me quedo en la cama. Revuelvo mentalmente el cajón de tu ropa interior y tus relojes, la percha con tus camisas, tu espuma de afeitar y ese frasquito de colonia tuya tan buena, y tan cara. Me quedo en la cama como quien se tumba en la orilla de una playa infestada de aguavivas, y recuerdo el tiempo en que compartir cama era tan solo una de nuestras muchas aventuras diarias. Lo recuerdo sin rencor ni desesperanza, lo recuerdo porque forma parte de mi, y de ti. Y porque quiero recordar a diario.
También porque, a pesar de toda esta solera de mierda con la que el tiempo ha embadurnado nuestra vida, todavía me quedan los domingos. Y los domingos tu ritual es otro, y te quedas hasta tarde en la cama. Los domingos yo puedo dar la espalda a la luz sobre el visillo y al fluorescente aviso de nuestra levedad. Los domingos puedo pasar horas contemplando los tics de tu cara, el movimiento de tus ojos bajo los párpados cerrados, el rítmico devenir de tu pecho en vida como si lo tuvieras lleno de flores, avispas o tamboriles. Así hasta que abres los ojos y encuentras lo que quieres ver, que aún son los míos.
Me quedan los domingos para ponerme en paz conmigo. Porque los domingos yo, pero esta vez contigo, me quedo en la cama, despierto.



Photo CC0 by josemdelaa

jueves, 8 de mayo de 2014

El camión de madera

Hace muchos, muchos años yo tuve un camión de madera o, mejor dicho, yo me hice un camión de madera.
El artefacto consistía en un montón de tablas con cuatro ruedas de plástico, pasadores, alambre y un palo de escobillón. Y listo, con poco mas ya teníamos una cabeza tractora con remolque articulado. Las ruedas las conseguí en el cementerio de los camiones de plástico amarillo que se alzaba en la colina de los juguetes rotos de reyes pasados. Este prodigio de ingeniería lo había copiado de los camiones idénticos con los que otros chiquillos del barrio jugaban en la calle, bajo mi ventana, bajo nuestro balcón.
Mi padre me explicó como cortar las tablas de una caja de bacalao noruego que bostezaba en la despensa (la caja, no el bacalao), como unirlas con clavos y como pintarlas. Después me prestó un serrucho, un martillo, clavos, una brocha y un bote con restos de pintura azul. Así es que serré con cuidadito que te cortas, clavé con cuidadito que te majas un dedo, y pinté con cuidadito que lo dejas todo hecho un asco.
Y con mi camión pasaba todo el tiempo que la escuela o la estupidez de mis hermanos me permitía. Pasillo arriba y pasillo abajo, transportando en el chirriante y azul entretenimiento juguetes, trastos míos y ajenos, fruta o al gato.
Unos días después se soltó la tabla que hacía de puerta trasera y con el martillo de papá y dos clavos me fui a sentar al balcón para repararlo. El segundo golpe de martillo cayó sobre mi dedo pulgar ignorando por completo la cabeza del clavo. No fue tanto el dolor por el golpe si no la conciencia del peso de mi frustración, las voces de los otros niños jugando en la calle con sus camiones, la extraña y precoz angustia de mi mismo lo que hizo salir de mi garganta el grito, el chillido estridente, agudo y desmedido que paró el tráfico en la calle, sacó a los vecinos de sus casas, dirigió mil ojos hacia el balcón de casa e hizo aparecer a mi madre, mas blanca que el paño de cocina con el que se secaba las manos.
Mamá acudió al timbre de la puerta a tranquilizar inquietos y rogar disculpas a ofendidos, que de todo hubo.
Esa noche, cuando papá llegó de trabajar, yo le esperaba sentado en mi habitación. Oí como mamá le explicaba en la cocina lo ocurrido y como se acercaba después hasta mi puerta. Se quedó allí parado. No dijo nada. Solo me miró con unos ojos cansados que preguntaban.
Meses después se respondieron las preguntas cuando una enfermedad de nombre impronunciable me quitó la vida. Fue una de esas cosas "de repente". Solo se que aquella enfermedad me pidió prestado el aire con el que respiraba y no me lo devolvió mas, quitándome para siempre las ganas de jugar.
La tarde del entierro sorprendí a mi padre sentado a los pies de mi cama, empujando adelante y atrás mi camión de madera, con los ojos perdidos en el dibujo de las baldosas. Cuando comprendí que ni me veía, ni volvería a verme jamás, me senté a su lado y empece a soplarme el dedo pulgar martillado que, de repente, había comenzado a doler, y mucho.


Photo CC0 by DUrban

miércoles, 26 de febrero de 2014

Imagina

En la playa del pueblo donde nació mi madre tenían mis padres una caseta de madera. Era un lugar no demasiado pequeño. Construido y ampliado año tras año con tablas de madera sobrantes o traídas por la marea y planchas de cinc para desviar lluvias y soles altos. El suelo era de la propia arena negra de la playa que era renovado cada verano y se completaba con guijarros cuidadosamente enlazados. 
Separados de la cocina-comedor-estar por unas cortinas había dos dormitorios. El de mis padres, y el mío que era también el de mis primos cuando venían cada fin de semana. La caseta estaba oculta tras unos tarajales y en parte protegida por el saliente de lo que, en su día, fue cueva de piratas y luego nido de contrabandistas.
En esa playa pasé los veranos de mi infancia. Llegábamos a primeros de julio y, cuando abríamos puerta y contraventanas, aquel lugar exhalaba un suspiro de alivio, como un ahogado revivido. Una vez pregunté a mi madre por qué hacía ese ruido la caseta al abrirla. Como su respuesta fue: ¿que ruido?, no volví a curiosear mas en el asunto.
Pasaba los días deambulando entra la arena y la mar, devolviendo a mi piel un color original que se había extraviado durante los nueve meses de escuela, tirando piedras a los lagartos que corrían entre las piedras y los tarajales, llamando a las morenas con cantos de murión, engañando pulpos con trapos blancos, o charlando con el capitán Martín en la cueva. El capitán era un bucanero antillano al que, ya antes de morir en 1827, le faltaba media pierna y un ojo entero. Me gustaba sentarme con el en la boca norte de la cueva y, mientras esperábamos a que subiera la marea, escuchar sus fascinantes historias de navíos, tesoros, batallas y tropelías. El capitán Martín era un pirata extraordinario.
A menudo interrumpía nuestra charla las voces de mamá llamando a comer.
Uno de mis mejores recuerdos de aquella época, no me pregunten por qué, era sentir en las plantas de mis pies descalzos los callaos y la arena fría del interior de la caseta cuando para comer había macarrones con queso, y Seven-Up.
Cada tarde, cuando empezaba a derramarse la noche, en la caja de tomates que hacía las veces de alféizar de mi ventana se posaba Alfredo. Alfredo era una gaviota argéntea que había tenido un pasado intenso, cargado de anécdotas que tuvo la amabilidad de compartir conmigo. Fiel y convencido oyente fui , a pesar de que siempre creí que exageraba un poco. Tenía yo la sensación de que en gran parte exageraba como, por ejemplo, con la historia de aquella vez que salvó la vida de un rey africano que se había atragantado con una espina de pescado, o cuando cruzó todo el Atlántico de un tirón buscando el final del arco iris...
En cualquier caso, era una grata compañía antes de dormir y solo faltaba a nuestra cita los fines de semana porque estaba seguro de que mis primos no creerían sus historias e incluso, probablemente, ni fueran capaces de verle. En eso, yo estaba de acuerdo con Alfredo.
Los martes, tras compartir con mi alado cuenta-cuentos alguna de sus muchas vivencias, salía sin hacer ruido camino del rompeolas natural que protegía nuestra playa del mar de leva. Pasaba con cuidado tras mi madre que fregaba cacharros en la pila mientras, a su lado, Antonio Machín cantaba "Dos Gardenias" y ella hacía los coros. Caminaba los metros del espigón de lava ya conocido por mis pies casi mejor que por mis ojos y, llegando al extremo, me esperaba sentada Lili. Pasábamos cada noche de martes unas horas juntos, hablando del mar, de sus cosas y de las mías. Hacíamos planes que sabíamos imposibles o, simplemente, callados y de cara a una mar ruidosa e inquieta por su lado, calma y silente por el mío, dejábamos pasar la maresía entre nosotros y convertirnos en rocas de sal quieta. Lili se marchaba cuando, a unos metros de nosotros, emergían las cabezas de unos marineros alucinados de música y ahogados de encantamiento que le hacían señas para que volviera. Ella me decía ¡hasta el martes! y desaparecía con un chapoteo en el vientre de la mar calma.
Yo me quedaba recogiendo los pedazos de mi corazón y volvía con ellos a la caseta. Me acostaba enfurruñado en mi cama donde unos solícitos cangrejos sin nombre pinzaban las puntas de la manta y me arropaban.
El martes que cumplí doce años corrí al encuentro de Lili con un trozo de tarta. Ella no estaba, y no volvió ni el siguiente martes ni ninguna otra noche. Papá me fue a buscar horas después y me acompañó de vuelta con su mano en mi hombro, ambos sin decir ni una palabra. En mis manos, de nuevo, mi roto corazón, pero esta vez sucio de lágrimas y merengue.
A partir de ese día comencé a escribir de las cosas y las personas que me pasaban, me sentían o alegraban. De las muertes y continuos renaceres que me encontraron en el camino. No he dejado de hacerlo.
El capitán Martín, Alfredo, Lili y muchos otros que vinieron después, forman parte de mi vida. Si alguna vez tus hijos hablan de ellos, o preguntan por que se queja una casa o una piedra, por que ríe aquella flor...
Recuerda esta historia y hazles sentir como ante un humeante plato de macarrones con queso. Y Seven-Up. Todos los días. Cada día.


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