martes, 21 de octubre de 2014

De paso

Llegué a un pueblo tan en silencio como el eco de los pasos que me trajeron a él. Bañaba el final de su tierra un mar oscuro y quieto, que olía a ojos cansados de esperar una vela que jamás recortó de vuelta su horizonte. Ese mismo mar besaba un puerto cuajado de marineritos que te miraban bellacos, amparados por el reflejo de sus entorchados de almirante mientras hacían una y otra vez su primera comunión bajo la atenta y lasciva mirada de una sotana que no sabía nadar. Una y otra vez, lujuria del pan bendito.
En la calle principal una farola tanteaba el suelo como buscando lentillas, atrapada bajo el peso de un Cadillac habanero y corroído por la sal de un paseo perdido y en ruinas, que allí llamaban malecón.
Antes de buscar donde comer, entré en la barbería que se anunciaba con un caramelo girando sin fin y, en cuyo interior, un viejo tan viejo como aquellos ojos del puerto rendidos de esperar acariciaba el pelo de una niña, extraña para el lugar por hermosa y limpia. Presidia la habitación un espejo con tatuajes y las cicatrices de mil botes de Floïd arrojados de espalda, como tras un brindis de boda eslava, y un Cupido de yeso que cuidaba que no faltaran flechas en el culo del único amor que en la vida del barbero hubo.
El anciano se afanó en escaldarme la cara mientras la niña me miraba los zapatos, entre incrédula y divertida. Por mi parte, me limité a cerrar los ojos cuando el de Sterbini se acercó con la navaja.
Me quité el sombrero antes de entrar en la venta que anunciaba lentejas, carbón y petróleo y, más abajo, en letra pequeña, platos de comida los terceros días.
Comí sin interés lo que sacaron de aquella olla tiznada de humo de tarajal seco y me bebí casi un litro de un vino agrio y estimulante, como una mujer desnuda tras la vendimia. Eructé sin entusiasmo y me ajusté el sombrero para después soltar unas monedas en el mostrador junto a la pesa de pesar lentejas y encaminarme hacia la puerta abierta.
- ¿Va a quedarse mucho?
Consiguió que me volviera. Reparé entonces en lo alentadoramente grandes que eran los pechos de la ventera y que, aún joven, parecía conservar todos sus dientes.
Volví a dejar el sombrero sobre la mesa.
-Quizás uno o dos días, respondí.


Photo CC0 by Brigitte Werner

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