miércoles, 24 de octubre de 2018

Balneario


Había un barquito de vela, con su sol y todo, hecho de trocitos de azulejo (¡ay, Calatrava!) en la pared de la entrada. Íbamos a bañarnos con mamá y el cacharro de Nivea muchos días de verano. Papá nos dejaba allí y, por la tarde, nos iba a buscar. Cuando pasábamos frente a Paso Alto, mi viejo siempre aceleraba y chasqueaba la lengua. Cada uno gestiona sus quimeras como dios le da a entender. Recuerdo, sobre todo, la sensación de triunfo extraño y opresor la primera vez que conseguí tirarme de cabeza al agua de la piscina amiga, y no puedo dejar de recordar el Balneario cada vez que me bendice el olor a brea, ducha y chancla. Nunca me perdonaré no haber caído en que aquel edificio tenía forma de barco hasta que ya estuvo en ruinas. A veces, en la vuelta, antes de ir a casa íbamos al Jardín. El Jardín es como mis padres llamaban al cementerio de Santa Lastenia. No se como la idea no caló. Es mas corto, sonoro y gráfico que camposanto, y no digamos ya comparado con cementerio pero...
Allí, mamá espantaba el paso del tiempo de la tumba de mi hermano, y yo, con un asco infinito, tiraba los claveles mustios y enjuagaba los jarrones. Nos gustaba jugar al escondite. Olía siempre de un modo extraño pero pleno de amparo y, alguna vez, interrumpimos el llanto de un extraño. El bañador aún mojado bajo el pantalón, las tumbas aún mojadas de mariposa y crisantemo.


Fotografía del libro "El Balneario de Santa Cruz y sus aledaños" de Carmen Hernández Diaz