jueves, 25 de junio de 2020

Como niño

De las campanas nones, en las horas pares, brota el limo que cura creyentes. Mientras, un aventador de salmos recoge almas desde los bancos del templo.

Vuelve el tiempo sereno y, con el, la dicha de caer rendido donde velará tu sueño un perenquén y el pagaluz aireará la bombilla que nadie recuerda.

Con mi mejor traje, este domingo arrastro una silla hasta la tierra de mis mayores. Allí me siento, por ver como la maleza ahoga al tiempo.

La tierra de mi infancia comenzó a escribirme cartas cuando cumplí seis años. Ahora, no se como desatar la cinta que une los sobres sin abrir.

Dedicaré lo que me queda de luz a volver al tiempo de mis padres. Allí, me dejaré llevar como el niño que todo lo tiene resuelto. Como niño.



Photo CC0 by WenPhotos

domingo, 7 de junio de 2020

Respeto


Ayer fue el cumpleaños de uno de mis vecinos. Aprovecho para desearle mucha felicidad y suerte en la vida (que le van a hacer falta).
Ante tal acontecimiento decidió, como no, celebrar una fiesta en su casa. Como cada año, se aprovisionó de carnes, vinos y espirituosos en abundancia. Encendió la barbacoa ahumando las sábanas tendidas en los patios y azoteas colindantes, e invitó, como cada año, a unos quince o veinte amigos. Lo malo es que vinieron.
Aparentemente, en ese nutrido grupo de personas, nadie había oído hablar de estados de alarma, de mascarillas, higiene de manos o distancia social. Nadie vio el telediario que anunciaba veintiocho mil muertos, sanitarios exhaustos, cajones con abuelos sin despedida saliendo de las residencias camino del crematorio. Nadie.
Hacía calor, ya no te paran por carretera para preguntarte donde vas y, que coño, es mi cumpleaños.
A las dos de la tarde no había donde aparcar en varias calles a la redonda. A las seis de la tarde, los dos monótonos acordes de guitarra rasgados hasta la saciedad y el griterío de rancheras era molesto, pero soportable.
Cuando a la una de la mañana de hoy comenzaron a destrozar las de don Manuel Escobar, uno (es decir, yo) se cuestionaba si valdría la pena acercarse hasta su puerta y preguntar si la intención era acabar con el stock de Tranquimazin de todos los botiquines cercanos o, por el contrario, sería mejor no intentar razonar con un gañan terraplanista y sin mascarilla de los de con Franco se vivía mejor que a esas horas contendría ya, al menos, veintitrés vasos de vino.
Punto de inflexión fue cuando, a las tres de la mañana, atacaron el repertorio de Nino Bravo. Al esperado destrozo se unió una voz femenina, digámoslo así, cuya propietaria parecía haber decidido que ya tenía suficiente Malibú con Seven-Up en su interior como para conseguir gritar con una voz mas estridente y por ende molesta que las de sus compañeros de orfeón. En ese momento estuve a punto de abrazar la convicción de que, lo coherente, era marcar cualquiera de los dos números de teléfono que empiezan por cero y que el insomnio forzado y la indignación me venían recordando desde medianoche.
Pero lo coherente no siempre es lo adecuado. Vivimos en un pueblo. Todos nos conocemos. Ignoro el grado de confidencialidad de una denuncia telefónica. Ya no tengo edad para utopías ni pósters del Che en las paredes. Se me acabaron las ganas de pelear, aguantar cuchicheos a mi paso o Picassos con clavos sobre el capó del coche… En definitiva, que me acojoné y tragué con lo que el mundo me aplastaba. Como muchos otros.
En esto, cuando las campanas de la iglesia anunciaban las cuatro de la mañana, marcharon los celebrantes henchidos de gozo y estruendo, dibujando unas eses que no hubiera aguantado cualquier alcoholímetro, a tomar posesión de sus automóviles e ir a joder a otros pero, esta vez, no a base de indignación y desvelo, sino con el mullido policarbonato de sus parachoques.
Cuando el vaho avinagrado del sueño los saque de sus cuevas, se calzarán sus botas de policía de balcón e irán a verter su odio sobre lo que ignoran, mientras critican a un gobierno que hace lo que puede y aplauden a unos sanitarios a los que no respetan.


Photo CC0 by Daria Shevtsova