sábado, 22 de noviembre de 2014

Dulce compañía


Es entonces cuando, por primera vez, extiendo y barro la pereza que afea mis alas. Con ellas, y situado a su espalda, arropo al que escribe esto. Incrédulo, deja el teclado y se gira para mirarme. La luz del monitor oscurece la cara que se aleja y azulea los ojos que me miran, ojos que lucen entre cansados y agradecidos. Mis manos abrigan sus sienes y beso su frente de tango marchito. Los azules ojos se ocultan tras unos párpados sin pestañas. Unas manos acostumbradas a crear belleza, tanto así en letras, como en inútiles jarras de barro que giran sin fin, retiran el pañuelo que cubre el bosque talado donde se cocina el equilibrio. Equilibrio entre la rabia por la premura del destino y el afán por compartir lo que se lleva dentro. Cosa que aturde con su aroma de flores raras, que eriza la piel de los latidos con su arrebato de verdad incontestable.
Inicié este viaje hace algo más de un año. Jamás usé mis descabelladas alas de gorrión monstruoso para llegar antes. Viajé en coche, barco, tren o a pie, retrasando la aguja del tiempo. El final es claro, como tantas otras veces; pero en esta ocasión algo cruje en mi vacío interior. El eco de la ruptura me trae recuerdos de cuando yo mismo vagaba en este lodo.
Yo quise una vez escribir. Quise también crear algo con mis manos. Yo soñé hace algunos siglos con sacar forma al barro de la tinta sobre un lienzo, pero el amor me puso muerte y la muerte, generosa, me dio alas y un oficio.
En la habitación de quien escribe esto, hoy se acerca lo esperado y negado tantas veces. Extirpo y me llevo la vida de quien ya la había dado por perdida hace años, me revuelvo en ella. A lametones testo la profundidad del mal que la extingue y compruebo que he llegado a tiempo. Miles de ángeles nublan el cielo tras la ventana de mi espalda, el cuerpo del escribidor cae de mis manos como un gato absurdamente quieto. Recojo mis alas, ajusto mi corbata, oculto esa emoción que pugna por aguar mis pasos y, antes de salir, me acerco al teclado, y pulso enviar.



Photo CC0 by Francesco Ungaro

viernes, 14 de noviembre de 2014

A medias


Espero el último tranvía. La luz amarilla de la farola gris se filtra a través del plástico curvo que hace de techo en esta marquesina abandonada, aplastada de día alborotado, y de noche sin descanso.
Tras de mí, un fluorescente parpadea sobre la mesa del interventor de un banco Bilbao Vizcaya. Está a punto de morir pero, en su agonía, hace sufrir al que intenta dialogar con el cajero automático que está dos puertas mas allá, sorteando sueños de indigencia, recordando cómo se calibra un platino, como se gira un Delco envuelto en la fantasía de una lámpara estroboscópica.
El asiento de aluminio en mi parada está frío. En la espera, bucean mis manos en los bolsillos, mas por curiosidad que por destemple, y me distraigo calculando lo que me incomoda el por qué de esta necesidad mía de sentirme dos, como dos manos, como mellizos reencontrados, de creerme a medias en todas partes.
Comienza a llover del otro lado de la curva de plástico y el resto del mundo. Mi marquesina continua seca, amarilla y titilante. Fría. Por el empedrado de entrevías, no tarda en correr un agua sucia y constante. Entre las piedras, por los surcos, navega un barquito de cáscara de nuez que mira airado las crestas del adoquín, la marinería se afana por continuar en mi mente, el piloto me mira discreto, aferrado al timón, y la piel de nogal se pierde vía abajo, camino de Corrientes 348, la próxima marquesina solitaria. 
Suena una campana. Saco las manos de los bolsillos.
La mitad de mi que espera al último tranvía se levanta del frío banco de aluminio y, mientras lo aborda, sueña con encontrarse de nuevo en casa con los libros abiertos, las lámparas ciegas y torcidas, la cama desnuda, el fregadero retenido en alguna aduana sin teléfonos. Y con mi otra mitad, partiendo nueces.


Photo CC0 by Pixabay

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Esta casa

Hace ya tiempo que vivimos en esta casa de tablas superpuestas. Tablas que, como tejas, conforman fachadas y joden a la hora de pintar. Ni machihembrados ni colas de milano, una encima de otra, clavadas con aire contra los ocultos rastreles. Esta casa de tablas que no se yo como no se moja, con los palos de agua que caen por aquí.
Esta casa en la que coincidimos junto a una llave del gas abierta en la cocina, en la que nos cruzamos fumando, y en la que comemos siempre la misma sopa del mismo caldero.
Esta casa sin garaje, ni coche, ni humo. Se acabó la cinta americana, se mudaron al tendedero del vecino las toallas mojadas.
Somos los que coinciden acariciando las tablas de la fachada, mientras se preguntan por qué coño no se moja esto. Somos los de la manga ancha con las emociones, si son para adelgazar, y se reconocen un día y preguntan: ¿cómo te llamas?
En esta casa, abundan las tardes rojas, en las que cerramos las contraventanas para que no entren los ojos de un sol sudoroso. En esta casa, después de la sopa, nos sentamos sobre cajas preñadas de libros por amontonar, y entendemos por qué la muerte está cansada.
Nos cogemos de la mano y le entregamos nuestros libros, que es lo más cerca de ser madre que la pálida igualadora llegará nunca a estar.
Ella hunde sus dedos amarillos en las páginas de un Decamerón, saltan los clavos y las tablas, entra por fin la lluvia y, un niño, no lejos de aquí, se prepara para nacer muerto.


Photo CC0 by Myriams

sábado, 1 de noviembre de 2014

Todos los santos

Hoy he despertado imaginando que lo hacía a tu lado, en esta cama estrecha que a ti te hubiera encantado: 'la mejor cama para dos es la que venden para uno', decías.
He imaginado tu cuerpo desnudo, con veinte años más, abandonar mi costado camino de la cocina, por ver si queda café. Continuaba siendo el esplendoroso arrebato de carne amable desde el cuello a los talones al que me tenías acostumbrado.
Me pregunto qué pensarías de mi sobrepeso, de mis muslos blancos de bermuda playera para cincuentones, de los pelillos que me han crecido en las orejas y la nariz, de mis manos descuidadas, de que me llamen caballero las dependientas del supermercado.
Me pregunto cómo seríamos si la vida no te hubiera apartado de mí, a que modas hubiéramos sucumbido, si viviríamos juntos al fin, o si continuaríamos perdiendo la respiración con cada beso, con cada encuentro.
No sé si seguiríamos tomando el sol desnudos, amándonos en el coche la noche de san Juan, escandalizando a los que esperan tras la puerta al salir juntos del lavabo, besándonos solos en mitad de la arena de una plaza, abarrotada de gente, concierto y agosto.
He despertado como si aún pudiera soñar. Te he visto como si realmente estuvieras aquí, he sentido tu calor sobre mi pecho, y a mis dedos probándose todos los anillos de tu pelo. He recordado que los cines ya habían cerrado, y que lo último que pasó por mis ojos fueron los faros de aquel camión.
Lo último que pasó por mi cabeza fue el atasco que iba a provocar en la autopista el intento de los bomberos por sacarme de entre los cuatro ejes de aquella mole. Y que iba a llegar tarde a recogerte.
Lo último que pasó por mi boca, antes de deshacerme en carne, hierro y verso sin ripio, fue un ay, mas de conciencia de perderte, de no volver a amanecer a tu lado, que de dolor por mi propia muerte.


Photo CC0 by Pixabay