Hace ya
tiempo que vivimos en esta casa de tablas superpuestas. Tablas que, como tejas,
conforman fachadas y joden a la hora de pintar. Ni machihembrados ni colas de
milano, una encima de otra, clavadas con aire contra los ocultos rastreles.
Esta casa de tablas que no se yo como no se moja, con los palos de agua que
caen por aquí.
Esta casa
en la que coincidimos junto a una llave del gas abierta en la cocina, en la que
nos cruzamos fumando, y en la que comemos siempre la misma sopa del mismo
caldero.
Esta casa
sin garaje, ni coche, ni humo. Se acabó la cinta americana, se mudaron al
tendedero del vecino las toallas mojadas.
Somos los
que coinciden acariciando las tablas de la fachada, mientras se preguntan por
qué coño no se moja esto. Somos los de la manga ancha con las emociones, si son
para adelgazar, y se reconocen un día y preguntan: ¿cómo te llamas?
En esta
casa, abundan las tardes rojas, en las que cerramos las contraventanas para que
no entren los ojos de un sol sudoroso. En esta casa, después de la sopa, nos
sentamos sobre cajas preñadas de libros por amontonar, y entendemos por qué la
muerte está cansada.
Nos cogemos
de la mano y le entregamos nuestros libros, que es lo más cerca de ser madre
que la pálida igualadora llegará nunca a estar.
Ella hunde
sus dedos amarillos en las páginas de un Decamerón, saltan los clavos y las tablas,
entra por fin la lluvia y, un niño, no lejos de aquí, se prepara para nacer
muerto.
Photo CC0 by Myriams
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