viernes, 14 de noviembre de 2014

A medias


Espero el último tranvía. La luz amarilla de la farola gris se filtra a través del plástico curvo que hace de techo en esta marquesina abandonada, aplastada de día alborotado, y de noche sin descanso.
Tras de mí, un fluorescente parpadea sobre la mesa del interventor de un banco Bilbao Vizcaya. Está a punto de morir pero, en su agonía, hace sufrir al que intenta dialogar con el cajero automático que está dos puertas mas allá, sorteando sueños de indigencia, recordando cómo se calibra un platino, como se gira un Delco envuelto en la fantasía de una lámpara estroboscópica.
El asiento de aluminio en mi parada está frío. En la espera, bucean mis manos en los bolsillos, mas por curiosidad que por destemple, y me distraigo calculando lo que me incomoda el por qué de esta necesidad mía de sentirme dos, como dos manos, como mellizos reencontrados, de creerme a medias en todas partes.
Comienza a llover del otro lado de la curva de plástico y el resto del mundo. Mi marquesina continua seca, amarilla y titilante. Fría. Por el empedrado de entrevías, no tarda en correr un agua sucia y constante. Entre las piedras, por los surcos, navega un barquito de cáscara de nuez que mira airado las crestas del adoquín, la marinería se afana por continuar en mi mente, el piloto me mira discreto, aferrado al timón, y la piel de nogal se pierde vía abajo, camino de Corrientes 348, la próxima marquesina solitaria. 
Suena una campana. Saco las manos de los bolsillos.
La mitad de mi que espera al último tranvía se levanta del frío banco de aluminio y, mientras lo aborda, sueña con encontrarse de nuevo en casa con los libros abiertos, las lámparas ciegas y torcidas, la cama desnuda, el fregadero retenido en alguna aduana sin teléfonos. Y con mi otra mitad, partiendo nueces.


Photo CC0 by Pixabay

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