Espero el
último tranvía. La luz amarilla de la farola gris se filtra a través del
plástico curvo que hace de techo en esta marquesina abandonada, aplastada de
día alborotado, y de noche sin descanso.
Tras de mí,
un fluorescente parpadea sobre la mesa del interventor de un banco Bilbao
Vizcaya. Está a punto de morir pero, en su agonía, hace sufrir al que
intenta dialogar con el cajero automático que está dos puertas mas allá,
sorteando sueños de indigencia, recordando cómo se calibra un platino, como se
gira un Delco envuelto en la fantasía de una lámpara estroboscópica.
El asiento
de aluminio en mi parada está frío. En la espera, bucean mis manos en los
bolsillos, mas por curiosidad que por destemple, y me distraigo calculando lo
que me incomoda el por qué de esta necesidad mía de sentirme dos, como dos
manos, como mellizos reencontrados, de creerme a medias en todas partes.
Comienza a
llover del otro lado de la curva de plástico y el resto del mundo. Mi
marquesina continua seca, amarilla y titilante. Fría. Por el empedrado de entrevías,
no tarda en correr un agua sucia y constante. Entre las piedras, por los
surcos, navega un barquito de cáscara de nuez que mira airado las crestas del
adoquín, la marinería se afana por continuar en mi mente, el piloto me mira
discreto, aferrado al timón, y la piel de nogal se pierde vía abajo, camino de Corrientes 348, la próxima marquesina solitaria.
Suena una
campana. Saco las manos de los bolsillos.
La mitad de
mi que espera al último tranvía se levanta del frío banco de aluminio y, mientras
lo aborda, sueña con encontrarse de nuevo en casa con los libros abiertos, las
lámparas ciegas y torcidas, la cama desnuda, el fregadero retenido en alguna
aduana sin teléfonos. Y con mi otra mitad, partiendo nueces.
Photo CC0 by Pixabay
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