viernes, 22 de diciembre de 2017

Cuento de Navidad

Tras caer la tarde, como siempre sin estrépito y tras la línea del mar ya oscuro, un hombre viejo ajusta el doble nudo de su corbata frente a un desconchado espejo de latón sin concha, filigrana o tela de araña.
Tras él, sobre una silla que hace ya demasiado tiempo no se usa, un abrigo gastado de un color extraño y una pequeña caja, con una pequeña tapa, como de pequeños zapatos de niño pequeño.
En el interior de la caja, aun no abierta por nadie, el mas hermoso regalo del mundo.
Resuelto, el anciano sale a la calle, y acomete el frío gris de la ciudad que come acero, nieve, neón y cristal trasero de taxi en desbandada. A pesar del viento, no vuelan globos, ni sombrero o golondrina. A pesar del frío, nuestro viejo, con su pequeña caja bajo el brazo que no le tiene secuestrado un bastón, avanza acera arriba, se cruza con la mujer cabizbaja y presta, junto a su sórdido verdugo que sonríe, el muy cabrón. Se cruza con la madre sin hijo, el joven confuso, el hombre erguido, el perro gacho, el hijo que acaba de perder a la madre, el padre que acaba de entender que esa es su vida, las prisas, el llanto, la calumnia, las alambradas con Siria en pena, el mar glotón, las rayas de tu bandera, el balcón, el megáfono y el geranio, el reintegro, la luz a oscuras, el paro, la situación, el invierno en las botas de siete pasos... y se cruza contigo, que lees esto.
La mañana del veinticinco de diciembre, junto a tu cama, despierta contigo una pequeña caja, con una pequeña tapa, como de pequeños zapatos de niño pequeño.
Confuso, haces memoria intentando poner motivo al hospedaje del cartón sobre tu colcha. Sin mucho pensar, como es tu costumbre, te sientas con la espalda contra el cabecero que gime de pino viejo y colocas la pequeña caja sobre tu pequeño regazo.
Antes de abrirla, sin lógica o motivo alguno, sabes que, en el interior de la caja, nunca antes abierta por nadie, te aguarda el mas hermoso regalo de tu mundo.


Photo CC0 by Adriaan Greyling

viernes, 7 de julio de 2017

Por mi culpa

No hace demasiado tiempo, en un reino muy, muy cercano, vivía un hombre joven que creía saber quién era y lo que quería.
Una tarde, buscando propósito encontró un sueño, y dejó de saber quién era, pero ya nada le hizo dudar de lo que quería.
Ella era, simplemente, el embrión de la absoluta paz venidera, el irremediable bienestar en el que, desde ese preciso instante se convirtió. Y ella le hizo el inmenso honor de acogerle, el impagable favor de amarle, el caro y raro sacrificio de entenderle.
Hoy, algunos años después de que ambos se intercambiaran (muertos de risa) un dorado anillo, aquel hombre joven que se convirtió en lo que ahora soy, recuerda y agradece:
Recuerdo el vértigo, y agradezco tu cuerda.
Recuerdo el miedo, y agradezco tu canción, y el susurro, y la caricia.
Recuerdo los tiempos buenos y agradezco tus rosas.
Recuerdo los malos tiempos, y agradezco tus rosas.
Recuerdo a mis hijas, y agradezco tu generosidad.
Recuerdo lo cotidiano y lo especial, y agradezco tu única vara de medir.
Recuerdo mis ofensas, y agradezco tu perdón.
Recuerdo un recurrente afán por tirar la toalla, y agradezco el recorte de tu silueta a contraluz.
Pero, sobre todo, recuerdo aquel primer amanecer juntos; la radio del vecino vendiendo una misa, y la poco convincente voz del cura que reconocía: "...por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa".
Culpable soy de recordar y de no agradecer nunca lo suficiente el que quisieras entrar en mi vida, y repartir con ella la tuya.


Photo CC0 by Dumitru Culiuc 

sábado, 22 de abril de 2017

Mary

Desde siempre me había acompañado la certeza de que, esto que voy a decirte, lo haría por escrito y tras tu muerte.
Sin embargo, lleva hoy todo el día recorriéndome una mano fría la espalda, un barrunto de agua con viento, un destemple yermo; y decido no esperar. Entre otras muchas cosas porque, cuando mueras, me asaltará una mudez doliente, incomprensible para casi todos, familiar y cargada de razones para mí.
Muchos se apenan, algunos incluso sinceramente, de no haber dicho lo que sentían al destinatario del sentimiento antes de su muerte. Yo no. Yo, simplemente, decido escribir tu obituario, que es el mío, hoy que te se aún viva.
No es este el folio, porque momento nunca lo ha sido, para reprocharte nada. Mucho menos yo, que se también de la pérdida.
No fue fácil gestionar algo así. Cada uno reacciona ante el dolor como dios le da a entender. Cuando murió el hermano, niño aún, yo te vi llorar. Después no. Al menos, nunca así. Esa muerte traspasó la piel, se hundió en la carne y te envenenó un alma que quedó oscura y aterida para siempre. No puedo apartar de mi la imagen de la madre rota, trasladando uno a uno los huesos livianos del niño de ocho años desde el ataúd al arcón de restos. ¿Quién soy yo para juzgar en lo que te convertiste después de eso?
Me conformo con que decidieras estar, con que decidieras dejar de querer, pero estar.
La vida nos ha malcriado y nos creemos con derecho a juzgar a los que nos pusieron en este mundo, como si solo ese gesto generoso no fuera ya en sí mismo merecedor de simple y llana gratitud. Tus hijos no recordamos de ti ternura, solo pena, agravio y distancia, pero...
Una de tantas mañanas de pantalón corto y "babi" azul pata de gallo, tu pelabas papas de cara al fregadero con un cuchillo menudo y yo me puse a tu lado, con mis gafas de pasta y mi parche en el ojo un día en uno y otro en otro. Te enjuagaste las manos bajo el chorro de agua, te las secaste en el paño de cocina ajado con el que siempre te recuerdo, y me acariciaste el pelo, y la cara. Para mí, ya con eso, tuve madre.
Yo te recordaré preparando leche en polvo con el agua hirviendo, haciendo ensaladilla en aquel caldero de aluminio, viendo conmigo E.T. en el Cine Víctor, dando "Politus" con un cepillo de dientes a las patas de la mesa del comedor, preparando cajas con botes de leche condensada y tabletas de chocolate "La Candelaria" para enviarlas a Melilla, que el niño me está haciendo la "mili".
También recordaré algún par de bofetadas a tiempo, y muchas caras de alivio al verme llegar, y otras muchas de profundo cansancio y decepción.
Cuando te de por irte, Mary (como te llamaba papá), ve tranquila, que hiciste lo que sabías y, sobre todo, lo que pudiste. Descansa junto al hijo amado que la vida puta te arrebató sin pararse a pensar lo que le arrebataba a los que quedamos. Reúnete con quien ya no tiene reproches ni hay ya nada que reprocharle, y camina despacio porque, las flores que pisas nacieron de lo mucho que, a pesar de nosotros, te quiero y me quieres.


Photo by Carlos Hernández

domingo, 29 de enero de 2017

Al sur

Quiero caer al sur, mas al sur del sur en que vivo, mas al sur de tu mirada.
Mas al sur de güifis y automóvil, por abajo de este día a día, de esta losa sobre losa que te deja un sabor en la boca como de permanente tarea inacabada.
Y allí quiero vivir en una vieja casa erguida y protestona, de radiantes ventanas abiertas a un cielo color ancestral y enamorado. Una casa de techos altos, de bombilla sola y araña en usufructo, habitada ya por salamanquesas y un camaleón de colores. Mil capas de pintura, paredes gruesas de desconchón y tornasol, como una plaga de líquenes mágicos imparables. La silla que cruje, el azulejo que falta, los grifos que hace años se echaron al monte. Asientos de enea, andares de esparto.
Quiero caer al sur de un pueblo de empinadas calles sin aceras, con niños de alma descalza que no olvidan lo que son, con una rendida plaza de orgulloso flamboyán y viejos con sombreros que calzan sobre platino. Y que todas esas calles mueran besando la orilla de una rada, abrazada por la escollera que hicieron los ya lejanos, calmando los vaivenes que lamen un muelle negro de sol y piedra antigua.
Yo quiero caer al sur y, desde el muelle negro, lanzarme cada mañana a la mar, y entrar en ella como un dedo en una tarta y que la mar me reciba como a un bebé en su vientre, un sur donde el cartero sea gordo, el municipal se pase el turno jugando a las cartas, el alcalde gobierne pescando y la peluquera te coma con los ojos.
Al sur de tu mirada, donde el vino sea blanco, el corazón de arándanos, el hielo no dure nada y las tardes toda una vida, donde convivan olivo y palmera, pistacho y anís. Un sur algarabía de lonja y Estambul. 
Yo quiero caer al sur y, en la plaza sombreada, al anochecer, beber absenta, comer de lo que haya y fumar lo que me pongan hasta que, a medianoche, la única pregunta sea: ¿a qué hora es la marea?
Quiero el lugar donde se oye hablar en un idioma dulce y triste como malagueñas, y al instante sabes que lo has de aprender enseguida.
Y quiero caer al sur donde tú estás, quiero encontrarte y que seas como siempre me advirtieron que serías. Quiero que entonces entres en mi vida, me quites los lápices y los aforismos, y nos dediquemos a amar y a esperar la marea.


Photo CC0 by user 3888952 Pixabay

sábado, 21 de enero de 2017

El tenía

El tenía las manos amargas de viejo pescador, como la arriscada pared encalada por la que corre arrastrando penumbra el perenquén. Lo mismo le arrebataba un atún a la mar agreste jalando por sus agallas que, remendaba, delicado, trasmallos imposibles de enredo y osadía.
El tenía los ojos como bañeras de agua sin sal en las que es fácil hundirse. Ojos que lloraban con espuma de costa oscura en otoño, como si al mundo le hubieran desconectado el sonido. Ojos que reían como ríe el lagarto cuando el sol se asoma al muro de piedra que es lindero de tu huerto. Pared que hace siglos el tiempo levantó para que fuera su espejo y frente a él afeitarse cada mañana, antes de dar cuerda al reloj.
El tenía los brazos grandes, y los pájaros preferían posarse en ellos a arruinar trigos y millos. Con esos brazos te llamaba y, si acudías, te abrazaba para siempre.
El tenía un pecho, sonoro y abierto a cualquier pregunta, en cuyo interior languidecía sin saberse un corazón enorme amarrado con alambres a amores imposibles. Un corazón al que alimentaban arterias sin riberas ni sauces, como barrancos, como ríos de pre escolar.
El tenía fuerte la espalda del mucho cargar sacos de café crudo, y tenía fino el olfato para saber cuándo ya estaba tostado. Con esa espalda, se apoyaba contra el tronco de un olmo a pedirle peras, a no entender por qué las manzanas se enamoraban del otro lado de la Tierra, a escribir versos malos de poeta bueno.
El tenía el alma de surfero (Locals Only), y el pelo rubio de salitre y Ocadila. Tenía las tardes de cervecita y sardina, el pantalón corto y la chancla rota de mariscar, la mañana tranquila de tarajal, el gesto suave de salir el sol.
El tenía ágil y justa la palabra. Era como estar bajo una sábana de flores, era asomarse con ojos curiosos a su embozo y sentir el cosquilleo de miles de hormigas en tu colchón de hierba fresca, era de Niro saltando por la ventana.
Hoy, como los buenos virus y los malos "realitys", hace veintiún días que murió.
Sin avisar, metió en una caja dieciséis libros, dos fotos y un disco, y se fue arrastrándola cuesta arriba camino del cementerio. Se le unieron en cortejo cuatro amigos descubiertos en aquel momento, que le acompañaron sin decir palabra, cabizbajos, contando los parches del asfalto. Al llegar al camposanto, buscó su tumba, tiró al fondo la caja y bajó a sentarse en ella. Pasado un rato, con sus famosos y enormes brazos, comenzó a arrastrar al interior de la fosa los montones de tierra que a sus costados había, y los jarrones con flores mustias y agua fétida de las tumbas vecinas, y a los cuatro desconocidos amigos, que saltaron prestos al exterior sacudiéndose lutos y raíces de violeta.
Cuando estuvo enterrado, se dedicó a morir con el mismo ímpetu con el que se había dedicado a lo contrario y la tarde quedó como un calcetín viudo, tendido solitario en la enorme azotea del invierno.
El tenía mi amistad y mi incondicional afecto y, ahora, yo me creo surgir de él como un grelo, como la raíz aérea que busca en el muy conseguido decorado del cielo la puerta sin picaporte que da a la sala de espera de un dios cansado en su inmortalidad.
Allí me siento a esperar una explicación que sé no llegará. Allí me siento a recordar lo mucho que vivimos, y lo mucho que está durando esta muerte.

Photo CC0 by sturmrocker