lunes, 21 de noviembre de 2016

Tarde de perros

Intento ser respetuoso con todo el mundo. Intento adaptarme a este mundo cambiante, alienado por la tecnología, preñado de jóvenes sin expectativas, viejos sin esperanza, corruptos, meapilas, santurrones y salvapatrias. Intento no dejarme vencer por la estulticia, la carencia de rigor, la práctica inexistencia de un mínimo buen gusto. No mirar las montañas de libros abandonados, los cazadores de hologramas. No mirar a los niños sepultados bajo los escombros de una Siria aplastada por la indiferencia, un Mediterráneo alfombrado de muertos por el desdén. Hacer como todos, mirar para otro lado. Ser normal. Callar.
Los que me conocieron hace unos años, cuando me creía el rey del mambo, sabrán lo difícil que está siendo para mi el cerrar la boca, el asentir ante lo negable, el pasar desapercibido en definitiva.
Siempre que puedo, salgo a pasear por un parque cercano que, por su ubicación y diseño, está destinado a personas que hacen deporte, o simplemente van andando. Pasear, hacer deporte; todo en el interior de una finca agrícola con mucho espacio verde y grato a la vista. En las entradas del lugar hay carteles que, prohíben solo tres cosas: entrar con bicicletas, entrar con perros, cortar flores.
Esta tarde, mientras paseaba allí, me crucé con una mujer joven, de unos veintitantos años a la que precedía un perro sin atar. El perro era de raza mestiza, de porte mas bien pequeño y probablemente con problemas de oído porque, por mucho que su ama lo llamaba con voz insistente y timbre cantarín, el animal hacía mas bien caso ninguno. De hecho, el bicho tenía muy claro que su prioridad en aquel momento era acercarse a mi y olisquear mis calcetines.
Hace ya muchos años en casa nos vimos sacudidos por una desgracia cuyo causante fue un perro y, desde entonces, estos animales son los seres menos gratos para mi que puedan ustedes imaginar. A pesar de mi aversión, mis hijas me regalaron o impusieron hace algún tiempo un cachorro de perra sin mas pedigrí que su forma de menear el rabo. Este tuso convivió con nosotros hasta que, tres o cuatro años después, murió envenenada por un vecino cabrón.
Durante el tiempo que duró nuestra interdependencia (a mi me alegraba su recibimiento, y a ella le alegraba la comida que le ponía), siempre se comportó como lo que era y yo intenté hacer lo propio. Yo me hacía responsable de su conducta y ella no ladraba inopinadamente, no subía a camas ni sofás, no pedía al pie de la mesa cuando comíamos, venía cuando la llamabas y se iba cuando la echabas. Y jamas pidió un suéter de lana.
Volviendo al incidente de esta tarde, cuando el sordo olisqueador estuvo ya lo suficientemente cerca de mi, acudí al socorrido método de dar un zapatazo al suelo y gritar ¡Sale, chucho! El perplejo animal retrocedió e inmediatamente comenzó a gruñir y ladrar. En ese momento pedí a la impávida propietaria que, por cierto, portaba la correa del can en la mano, evitara que este se acercara aún mas a mi, le recordé que era su obligación llevar al perro atado y la prohibición de entrar con el a donde estábamos. La mujer contestaba encadenando repetidamente los monosílabos 'lo sé, lo sé'. A todas estas el perro no se dejaba atar, ni obedecía ni paraba de ladrar, de ladrarme. Creo que repetí varias veces lo de 'es su obligación llevar al perro atado' hasta que esta joven que, evidentemente sabía lo que decía, me acusó de ser el causante del enfado del perro porque le había hablado fuerte y mal, porque el animalito no era ningún bicho para tratarle así y porque, en definitiva, había herido sus sentimientos (aquí no se muy bien si se refería a los suyos o a los del perro).
En ese momento si que no pude contenerme y, en el vano intento de sacarla de su error, le aseguré que aquello era sin lugar a dudas un bicho y que lo que me faltaba por oír es que un ser humano tuviera que tratar con tacto y deferencia a lo que no pasaba de maleducadas mascota y ama.
Mientras se alejaba en dirección contraria a la mía, con el perro al fin atado, aquella aplicada estudiante gritó, lo suficientemente alto para que muchos pudiéramos oírlo, algo relativo a las carencias de glucosa de mi cara y a lo mal finalizados que habían estado los pocos actos sexuales en los que pudiera haber participado (justo al contrario de los muchos en que habría participado mi santa madre).
Cuando me había alejado unos cincuenta metros de aquel aquelarre, sentí a mi espalda un sonido distinto al habitual. Al volverme, comprobé que se acercaban corriendo hacia mi el chucho y su dueña. Él atado, y ella todo lo contrario. Me hice a un lado. Cuando estuvo a mi altura dejó de jalear al perro, le soltó de la correa y, mientras se alejaban ambos sin dejar de correr, gritó: 'y ahora llama a la policía...'
Siento una profunda indiferencia, una absoluta carencia de interés por aquellos seres humanos que insisten en humanizar a otros animales. Así, de esta desafección, surge mi incapacidad para siquiera sentir desprecio por unos, o compasión por los otros.


Photo CC0 by Pixabay

domingo, 14 de agosto de 2016

Tiovivo

Falta apenas media hora para que salga el sol. Los barrenderos llevan ya rato baldeando con 'Zotal' las calles. El sonido de las hojas de palmera, arrastrando el envoltorio de las ilusiones sobre el asfalto, se te va aferrando al sentido como el niño a la falda en su primer día de cole.
Aún resuena el eco de las orquestas derramándose por la ladera del vecino monte, aún se balancean las ristras de bombillas de colores. Un gallo destemplado atronó en la huerta del pobre que vive junto a la plaza, y las campanas de la iglesia continúan mudas de asombro.
A esta hora, el feriante comienza a desmontar su tiovivo. Tiene en la espalda todavía el cansancio de haberlo levantado hace solo una semana, y en los ojos la resignación de los muchos años de carretera y algodón de azúcar, la tristeza de saber que nadie lo continuará en su empecinado reparto de vueltas y vueltas que da la vida, la certeza de morir en feria con las, cada vez menos frecuentes, risas de niño como forense y plañidera.
Se sienta a mi lado, y observa ensimismado la llave inglesa que sobresale de la caja de herramientas. Yo soy el caballito azul, el de las cinchas doradas y la silla roja. Soy casi tan viejo como él y ni siquiera se su nombre.
Comprendo que ha llegado el momento de intentar encontrar un nuevo pueblo, otro santo patrón, una nueva fiesta en la que volver a girar al son del metálico minué y, sin que apenas se note, cierro los ojos y me encomiendo a la magia.



Photo CC0 by Abby Chung 

viernes, 15 de julio de 2016

Arriba y abajo

A mi me parieron sobre una cama de madera oscura en un pueblo al que muchos hoy consideran ciudad, que se derrama por laderas a las que cruza un barranco. Barranco que para en su crecer al llegar a un mar al que ha robado alguna dársena, escollera, puerto y farola.
Esta orografía de escorrentías me acostumbró a conjugar mucho, desde pequeño, los verbos subir y bajar.
Abajo, cerca del mar, estaba el revoltillo de los bancos, el ayuntamiento, los cines y teatros, hoteles, bares sin moscas, pubs oscuritos en calle señorial, grandes paseos, oficinas, puerto y poder. Arriba, nosotros, los barrios. Barrios con sus casas de auto-construcción, bar de la esquina, utilitario, escalera y perro callejero peleón, barberías de Angelito, venta de Don Juan que dice mi madre que se lo apunte, taller mecánico de oídas y uñas negras, campos de fútbol de asfalto en pendiente y te toca a ti ir a por el balón, tendedero de balcón, el trabajo duro sin horas y, al fin, la más común de las vidas. Para que se hagan ustedes una idea, al nombre de muchos de estos lugares les acompañaba el adjetivo 'Alto', cuando no se llamaban directamente 'La Cuesta'. En mi caso, para bajar a la escuela, había que subir.
Con este oblicuo panorama uno decía: bajo al banco, bajo a arreglar papeles, voy a bajar a carnavales, bajamos al cine, para eso hay que bajar al muelle, bajar a tomar algo. Rambla, Castillo, Alameda y Plaza España.
Lo peor de todo esto es que, inevitablemente, había que volver a subir. Normalmente el asunto se solventaba a pie, aunque, en contadas ocasiones, uno podía subir en una jadeante guagua. Yo creo que por eso las guaguas de esta tierra duran tan poco; tanta cuesta las quema enseguida.
En aquel entonces, yo consideraba que los afortunados eran los que vivían abajo y tenían todas aquellas cosas tan útiles y bonitas, y tan cerca, con solo abrir la puerta. Creía, sobre todo al llegar agotado a casa tras subir aquellas pendientes interminables, que lo nuestro era una especie de castigo, que era culpa nuestra no tener garaje, zapatos brillantes, plazas con fuente, rojos flamboyanes o vermú los domingos.
Hasta muchos años después no entendí que éramos nosotros los privilegiados. Vivíamos en la atalaya desde la que contemplábamos, como si fuéramos obesos patrones de tabaco puro y reloj de bolsillo tras la cristalera de su despacho, el afanoso ir y venir de todas aquellas cosas y personas. Desde muchos de nuestros balcones, entre la ropa tendida, se veía mas el mar que la casa de enfrente, la lluvia nos llegaba primero y estábamos mas cerca de un cielo para todos igual de inalcanzable.
Abajo trabajé, aprendí, disfruté y atesoré muchos amigos, pero arriba...
Arriba viví alimentado de mis certezas, que eran cálidas y compartidas, y solo arriba me adornaron los mas sentidos, ahora añorados, amores que en mi vida han sido.


Photo CC0 by Pixabay

jueves, 16 de junio de 2016

A quienes amé

Cuando aún no tenía edad de estar orgulloso, ya me enamoraba hasta la sinrazón.
Éramos jóvenes, teníamos el pecho abierto, la cara presta a la sonrisa y la piel suave. Hablábamos poco y demasiado alto.
Una mecánica precisa acarreaba nuestros cuerpos hasta los lugares de amar con bellas vistas a la iluminada ciudad de allí abajo, o a los dulces sonidos del cansado mar rompiendo. Allí nos erizaba la piel el recuerdo fresco del roce clandestino, del escalón de confidencia y mirada de horas antes, y nos empañaba los cristales del coche el convencimiento de nuestra grandeza, la rendición de lo inevitable.
Así amé mientras me consumía. Amé con rabia y determinación, y el amor era como una bienvenida, como una torre de piedras blandas cayendo entre ríos. Las preguntas no necesitaban respuestas, los libros se regalaban con dedicatoria y la música tenía ruido de alambres.
En aquel tiempo de amor y bendita indiferencia por los calendarios y la arena cautiva, hubo últimas filas de cine sin barrio, manos entrelazadas explorándose por no menos anhelada que primera vez en el asiento del paseo, paseo romántico de media tarde a la luz de los helados, amor furtivo de llaves prestadas, casas de amigos, moribundos abrigos de lana bajo el torrente de abril, taberna, mesa y corazón tallado. Y besos, muchos besos convalidando asignaturas de vida.
A la ruleta que jugué entonces, la banca nunca perdió, y aunque intenté morir dos veces por el mismo amor, aunque quise matar el recuerdo abonando la baldía tierra de la noche, poeta aprendiz de nicotina y alcohol, hoy, sordo por mi bien ante lo que me rodea, ante lo que me abraza como abraza al recuerdo el muro de un cementerio, solo conservo gratitud.
Gran parte de lo que fui, y la inmensa realidad de lo que hoy soy, es herencia de aquellos cuerpos, de aquel dolor y aquella ventura. Hoy, parado sobre lo único que tengo, sustentado por mis dos piernas, arropado en el orgullo de recordar cada uno de los te quiero, cada una de las primeras veces, doy gracias a quienes amé por el infinito asombro que aún me produce, el haber también sido amado.


Photo CC0 by Sebastian Voortman

martes, 31 de mayo de 2016

Oficina de Empleo

Un hombre, con la mirada resuelta, empuja la puerta y entra en la Oficina de Empleo. Se encamina, a zancadas, hacia la mesa número cinco (Sección Prestaciones). Lleva en su mano derecha una escopeta de caza Baikal calibre 410.
Cuando llega ante la mesa cinco, amartilla el arma y pone la boca del cañón a escasos treinta centímetros de la cara de Mari Carmen García que, paralizada de terror, se mea encima, arruinando el tapizado asiento de su sillón ergonómico y giratorio. Mari Carmen, de cincuenta y seis años de edad, soltera, con seis sobrinos y dos gatos, que vive en un bonito y estrecho piso en una urbanización de las afueras, es funcionaria del Servicio de Empleo Estatal desde hace mas de treinta años y está curtida en las lides del papeleo y la burocracia, en el trabajo plano y ortodoxo.
Hace apenas media hora, había zanjado una conversación con el hombre que ahora le apuntaba con un arma:
"...le repito, caballero, que ha agotado usted su prestación y que, por sus circunstancias y tras la última reforma laboral, los parados de larga duración, como usted, no tienen derecho a ningún otro subsidio o ayuda económica adicional. Yo estoy aquí para informar, y ni se, ni quiero saber de eso que usted llama drama personal así es que, por favor, tengo a mucha otra gente esperando. Buenos días."
El hombre que apunta con una escopeta a la funcionaria de prestaciones de la mesa cinco, es Carmelo Herrera (mas conocido como "Melo el Tornero") y forma parte de ese eufemismo que han acuñado como parado de larga duración. Proveniente del sector metalúrgico (de ahí lo de tornero), Melo perdió su empleo de toda la vida hace ocho años. La crisis, le dijeron.
Carmelo Herrera tiene cincuenta y dos años, una esposa, dos hijos, un alquiler que pagar, una deuda con los de Cetelem y otra con el BBVA.
Mari Carmen moja (también) con sus lágrimas el foulard que lleva al cuello, y niega con la cabeza cuando Melo le pregunta a gritos:
"¿quiere usted saber lo que es un drama personal?, ¿quiere que se lo explique ahora con mas claridad?"
El tornero en paro mira a su izquierda. Allí está, parapetado tras el minúsculo escritorio que le pusieron en recepción, el guarda de seguridad, rezando para que aquello acabe pronto y, algo mas allá, un grupo de personas en la sala de espera que, en pie y móvil en mano, graban desde hace rato la escena.
Carmelo vuelve a mirar la cara pálida de Mari Carmen. Grita, dirigiéndose a los curiosos: "ya lo pueden subir a YouTube", se coloca el extremo del cañón bajo la barbilla y, lo último que siente, es el chasquido metálico del gatillo recorriendo su índice.
Va a ser muy difícil limpiar del pladour del falso techo las esquirlas de cráneo, los restos de masa encefálica mezclada con cabellos. Va a ser muy difícil eliminar del todo la mancha de sangre de la verde moqueta.
Afuera, en la calle, un Citroën con dos megáfonos fijados a una baca en el techo vocea, como ya hizo hace apenas seis meses, los tranquilizadores mensajes electorales del aquí no ha pasado nada: "Ahora mas que nunca, a favor de un si por el cambio, nunca mas un país sin su gente, ahora es el cambio sensato porque, unidos podemos".
Tres días mas tarde, desfallecida, la arrasada viuda de Melo el Tornero, comprueba abrumada que están sin pagar los últimos seis recibos de la póliza de decesos.



Photo CC0 by Pixabay

jueves, 5 de mayo de 2016

La calle

Sobre las aceras de esta calle, larga como un final de mal cine, y untada como en la tostada que se empeña en caer por el lado seco, se extiende una gruesa capa de fina harina. Es difícil saber de qué grano procede, pero es blanca y azul, amarilla y verde. Tiene una textura de polvareda, como indeleble torre cayendo. Sobre ella, en su superficie, nadan ayudados de sus muchas patas una miríada de insectos hambrientos, rebozados de secarral, asfixiados de repostería.
Cuando se sobrepone uno a la estupidez de los gorgojos, le da por pensar que, al final de esta calle, probablemente esté la panadería, el ansiado obrador cuyo encuentro es nuestra misión en la senda. Y así avanza hundido de polvo hasta los calcetines, aplastando caparazones desesperados, con la convicción de que junto a esos hornos, sentado sobre algún saco de la multicolor harina, seremos redimidos e invitados al pan del sentido, a la mesa de lo conseguido.

Los pocos que consiguen llegar y hacer sonar la campanilla sobre el dintel de la puerta, son recibidos por los asombrados ojos del panadero que, decepcionado, pregunta de nuevo: ¿tampoco tú traes agua?


Photo CC0 by Oswaldo Ruben

lunes, 2 de mayo de 2016

Puertas

Ahora que lo pienso, siempre he vivido en casas en las que las puertas interiores no cerraban.
Abrumadas bajo el peso de cien capas de pintura, las hojas no entraban en los marcos, los pestillos yacían sepultados en las profundidades de las cerraduras, presos de una mezcla de óxido y tiempo. En las bisagras apenas se adivinaban las cabezas de los tornillos y las manillas, locas por un poco de acción, no accionaban.
Si resultaba imprescindible cerrar alguna, digamos para algo de amor o alguna otra cosa mas intestinal, se recurría al cordón de un albornoz que siempre colgaba de una alcayata atornillada en la cara interior. Se colocaba este apaño, nunca mejor dicho, entre la hoja y el quicio, se presionaba, y listo: intimidad por un rato.
Esto, que pudiera parecer una metáfora, yo lo circunscribo al estricto ámbito de la casualidad. Bueno, a eso, y a que siempre he preferido vivir en casas viejas.
En cualquier caso, salvo para las contadas ocasiones ya referidas, nunca me han gustado las puertas cerradas. Son una señal de prohibido, una advertencia de camino en obras, una vía de escape cercenada.
Ayer, en casa de unos amigos, el anfitrión me sorprendió embebido, abriendo y cerrando una y otra vez la puerta de una de las habitaciones. Era una puerta muy bonita. De roble, con un barniz claro. La manilla era dorada y el resbalón acariciaba el cerradero con dulzura, milimétricamente, hasta cerrar con un sonido seco de madera y cantarín de acero y latón.
"¿Qué haces?", preguntó.

Sin pensarlo demasiado, respondí: "envejecer"


Photo CC0 by Tama66

jueves, 28 de abril de 2016

Me rindo

Insisten. Todos dicen que no me rinda, que es una cuestión de trabajo, de esfuerzo y perseverancia, y fe. Nunca te rindas, me dicen. Saldrás de esta, sonríen.
Quedaré mal. No está bien visto pero, aunque decepcione, tras un fugaz mohín de fastidio me olvidarán e irán a arengar a otro para que no se rinda.
Sin sentirlo demasiado, sin exceso de culpa, me rindo.
Voy a dejar que el miedo se adueñe del calendario, que me venza la evidencia del día a día. Paso libre a la vergüenza, la inseguridad, el dolor por lo presentido.
Me permitiré echar de menos lo que fui, lloraré por lo que no hice para seguir siendo y me rendiré a solas y sin ruido.
Dejaré de quererme y llevaré a juicio mis ofensas. Planearé sobre el pasado y cerraré los aeropuertos del futuro. Pediré perdón a los míos por haberles hecho creer que todo saldría bien y que yo siempre estaría en pie, a su lado.
Me ha vencido. Como quiera que se llame esto que me quiebra, ha ganado. Se acabaron las madrugadas sin sueño, los números, los favores suplicados, la conmiseración hundiéndome la espalda. No mas ruegos, ni parches a una barca que se hunde hace demasiados años, ya sin color, ni tablas, ni vela que poner al viento. Hasta aquí. Me rindo.
Y me rindo hoy, porque hoy he amanecido arrinconado en un recuerdo.
Recordé otras vidas de las que también me rendí, y recordé que claudiqué de aquellas por lo mismo que quiero hacerlo ahora.
Yo me rindo para que no seas tu, puta vida, la que me doble la rodilla, y para levantarme mañana sin deberte nada. Renacer cuando y como quiera, porque fui yo quien decidió rendirse cuando y como quiso.


Photo CC0 by pixel2013

lunes, 21 de marzo de 2016

La Viga

Como un muerto. Como un muerto enorme, sin oriente y aterido, el colosal madero mordido de teredos, tibia carcoma que algunos llaman gusano de los barcos, llegó a la costa. Y a ella se abrazó.
Yo no tenía aún edad de contar los días porque la escuela era todavía algo lejano, pero sabía que fue por mayo, porque la tierra olía a jazmines, y pude contemplar desde lo alto del risco el esfuerzo de los hombres por llevar a tierra firme el rectangular trozo de naufragio lejano.
No resultó fácil desencallar la colosal viga de roble de la cortante sierra volcánica que conformaba el bajío, mientras la mar se empeñaba en golpearla una y otra vez, provocando un retumbar de campanas de madera que sonaba con la nitidez de un augurio, arriba, en el pueblo.
Cuando aquella imponente tripa de galeón destrozado, aquel hueso enorme, pecio que se niega a serlo estuvo por fin sobre la arena de la playa, pude acercarme y contemplar de cerca los surcos con los que las “bromas” habían tatuado sus cuatro costados, formando galerías intrincadas y profundas que me recordaron las arrugas que los muchos años faenando en la mar habían tallado en la cara de mi abuelo.
Sin saber muy bien por qué, acerqué mi oído al madero. Pegué la cara al musgo, algas, caparazones y miles de otras rémoras que vestían a aquel náufrago gigante, y pude oír como durante el viaje le flagelaron tempestades sin misericordia, le saltaron por arriba delfines acróbatas. A su paso, los calderones parecían más estúpidos que de costumbre, las ballenas le resoplaban, asombradas, ahogados de ojos vacíos no apartaban de él su mirada desde allá abajo, por donde navegaban.
Y así, sobre la espalda de muy conocidas corrientes de agua cálida, saltando a otras mas frías y sus ramales de retorno, llegó aquella mañana de mayo a la costa de mi pueblo.
Muchos años después, muchos mas de los que me gustaría, me reencontré con el curtido entibo. Era ahora la majestuosa viga de un enorme lagar. Allí, entre las guías, taladrado por el husillo, llevaba décadas compartiendo el secreto del vino, navegando en aguas mas mansas.
Instintivamente, acosté de nuevo mi oído en la conocida superficie herida, y entendí entonces por qué con algunos vinos, cuando los acercas a tu nariz, es como abrir un empapado y rebosante saco de lapas.


Photo by Carlos Hernández

miércoles, 16 de marzo de 2016

Carlos descalzo

Yo me descalzo como peregrino del agua, ya sea de un mar, un sucio charco de lluvia usada o agua cristalina del hoyuelo en una mejilla cómplice. Me descalzo con los vencejos que me guían por delante del cristal.
Me descalzo con la tierna resignación amarga del matemático convertido en tahúr del bingo de barrio, bombo de plástico, alegre caja de secar flores, concurrida asociación de la edad tardía.
Descalzo piso el cielo que observa a hombre mujer o niño en pie y también descalzos sobre el barro y bajo la lluvia, junto a la omnipotente alambrada del sentimiento mas humano.
Cuando hablan del destino me descalzo para andar entre este inmenso osario del mamut expuesto en el de Ciencias Naturales, y creo ser esos delgados hilos de acero que lo componen y sustentan en el acondicionado aire. Mi destino soy yo. Soy yo quien vende, verde uniforme de taquilla verde, las entradas a este museo.
Me descalzo para ir al desencuentro con mi mal andar y, descalzo, recibo los crisantemos que acarician mi mármol.
Sobre este tablón avanzo descalzo para escribir lo que vivo. Van formando los dedos de mis pies las palabras con las que me subo a la caja de madera que es mi atril y mi flor. Sobre ella, descalzo, miro el apartado y solitario lugar del parque donde me han puesto los años, e intento describir la raíz de lo que siento, que ya asoma bajo la hojarasca.
Yo me descalzo, como lo hacía el Carlos niño para correr por la arena de un Médano atemporal y añorado, recolectando conchas para collares nocturnos. Cabezas menudas que por todo aún se giraban. Descalzo para levantar piedras en la costa de un Atlántico pendenciero y retumbón, y cosechar bajo ellas la lombriz de airear Galanas brillantes y peleonas.
Me descalzo para mirarme en los ojos de quien aún me quiere y en los de quien ahora comienza a hacerlo, para recordar la emoción de ser amigo o el placer de ser amado.
Descalzo para vivir, para iniciar en la belleza o concluir en el asombro, para imitar al descalzo y para odiar el asfalto que cubre este mar manso entre nosotros.
Descalzo en la resignación y la rebeldía, descalzo me acuesto. Descalzo pervivo en la lucha diaria por no pisar la húmeda toalla que un todo insistente y uniforme me pide tirar.
Y me descalzo, en fin, para caminar por este césped que ha mudado en gravilla y, con cada paso, con cada hondo crujir de piedra contra mi carne, preguntarme cuál fue la peor de mis ofensas, a quien hice el mayor de los daños para que el inglés tuviera razón y los dioses hayan querido castigarme, atendiendo a mis plegarias.


Photo CC0 by flecher38

martes, 8 de marzo de 2016

Cuando era como tu

En el último cajón de la cómoda que hay en el pasillo, bajo el gastado álbum de sellos que fue de papá y entre los pliegues del mantel bueno para las ocasiones caras, conservo una fotografía tomada un quince de marzo a los pies del monumento a los vencedores de una guerra entre hermanos, que tu y yo no vivimos.
Sentados en los escalones que llevaban al monolito, un grupo de amigos, aterradoramente jóvenes, posábamos sonrientes para la Leica que nos apuntaba. Todos menos tu. Tu, dos escalones mas arriba, y a mi izquierda, me mirabas.
A mitad de aquel marzo lejano, en aquel monte de pino y brezo en el que la lluvia empapaba de este a oeste, celebrando cumpleaños y complicidad, tu y yo éramos iguales.
Cuando yo era como tu, aún no había cicatrices, y el mundo estaba lleno de velas y bares cálidos, de Silvio y ron.
Cuando yo era como tu, nuestros pequeños corazones sin uso tanto latían contra un asiento trasero, como entraban juntos en el agua mansa de una orilla, o salían de entre los eucaliptos cogidos de la mano.
Cuando yo era como tu, el sol tenía un sonido en espiral y la luz entraba por tu pelo sin pedir permiso, rebuscaba entre las llaves de mi voluntad probando una tras otra, hasta encontrar la que abría mi abandono.
Cuando yo era como tu, nos esperábamos, nos advertíamos y nos aferrábamos al instante del aire compartido, del silencio encontrado, con el profundo asombro del descubrimiento.
Cuando yo era como tu, te amé hasta lo inconfesable, tan solo por imitarte. Cuando éramos iguales, metimos la mano en el fuego, y encontramos agua.
Ahora que soy como yo, de vez en cuando, como hoy, rebusco en el último cajón de la cómoda que hay en el pasillo y me siento a mirar cómo me mirabas. Es entonces cuando me someto a la memoria y su yugo, y sueño con reconstruir lo que fui cuando era como tu.
Ahora que soy como yo, apenas consigo recordar lo que todavía he de escribir para poder acostarme a olvidar temprano.


Photo CC0 by pruzi

miércoles, 10 de febrero de 2016

Sociedad Limitada

A la carrera sin medida hacia el triunfo profesional a cualquier precio le suele acompañar, entre otros, el obligado peaje de la pérdida de afectos, de amigos de verdad. En algunas ocasiones, la vida deja caer en mitad de la calle por la que avanzas veloz y sin mirar atrás, un enorme muro de hormigón contra el que te precipitas. Lo deja caer con ese rumor sordo de lo inevitable, con la brutal contundencia de lo inesperado, y tu carrera se para chirriando, y tu caes aturdido.
Cuando, sentado en el suelo e incrédulo, comienzas a entender que necesitas ayuda, descubres atónito que no hay alrededor mano alguna que te ayude a levantar, o te ayude incluso a saltar el muro y seguir adelante. Presuroso o al paso, pero seguir. Tardas aún algún tiempo en comprender que estás solo porque has ido sembrando tu camino de historias pisoteadas, de entregas traicionadas, afectos mancillados. Tardas todavía mucho mas tiempo en aceptar que ese muro inmenso en mitad de tu camino y que ha desencajado la arquitectura de tus planes, en realidad lo has construido tu, con tu soberbia, con tu desdén.
Estos días, no se muy bien por qué, he pensado mucho en los integrantes de una fotografía que conservo desde hace ya muchos años, y que me permito publicar sin permiso de los fotografiados (otra cosa a añadir a la lista de las muchas por las que tengo que pedirles perdón).
A todos ellos, y a muchos otros como ellos que antes hubo, decepcioné. Por muchos sentí verdadero cariño. Con algunos me creí hasta padre, hermano e incluso amigo; uno de ellos me acompañó mientras me derrumbaba como una torre de naipes entre puertas abiertas, con muchos me reí a carcajadas y seguro que a mas de uno ofendí. Con ninguno de ellos recuerdo haber actuado de un modo completamente desinteresado, haber sido generoso.
Pedir perdón, y no digamos ya obtenerlo, limpia el entendimiento y cura las heridas. Lo que ya no perdón alguno podrá aquietar, son las mal encaradas cicatrices. Como tatuajes paridos en noches de borrachera te dejan claramente dibujado en el alma el haber sido un perfecto hijo de puta. Tatuajes con sus imborrables nombres de novia infiel, o sus marineras anclas que recorrerán, hasta el día en que entregues por fin el petate, fondos de limo oscuro, buscando el enroque de lava profunda y tardía que te ofrezca algo de paz, una leve sensación de quietud, una expiación sobre mar en calma.


Photo by Carlos Hernández

jueves, 14 de enero de 2016

He bajado

He bajado del andamio al que nadie me izó y mis pies perciben la tibia pulcritud de la realidad. Sobre este andamio pintaba con palabras los frescos de una capilla séptima que nadie me había encargado. De esas palabras me convertí en esclavo, del halago por su conveniencia y adorno fui rehén. Quizá aún lo sea.
Hacía ya tiempo que se habían agotado los colores sobre la paleta, que los pinceles gastados alfombraban el suelo, allá abajo, que la cera de mis luces resbalaba por el entramado de tablas y hierros como un alma cayéndose a los pies, dejándome en el silencio oscuro de los abanicos plegados.
Aún no me aventuro a alejarme de aquí. Junto a mí, transita gente que lleva en las piernas la prisa de lo importante y en los ojos la angostura de la inmediatez. Personas que pasan de largo sin leerme ni una línea. Algunas, a pesar de ello, sonríen. Yo paseo nervioso y dirijo continuas miradas al alto techo de palabras siempre inacabadas, de frases eternamente inconclusas, y lucho porque mi soberbia no me lleve en volandas de nuevo escalones arriba, a ser tu favorito, a creerme de nuevo merecedor sin condiciones de que sean repetidos mis ciento cuarenta latidos como un mantra global, tántrico y electrónico.
Y lucho por alejarme de este espejo que me devuelve, en el garabato de un niño, la imagen de un hombre cansado, prematuramente envejecido y hundido bajo el muy prosaico peso de las deudas, de las dudas y de las mucho mas crueles certezas.
He recogido estos días muchas piedras de las muchas que durante años me han lanzado. Tengo ya un buen montón junto al espejo. El día en que a alguno de los seres que me habitan le sonría un futuro, comenzaré a construir con ellas una muralla a mi alrededor, circular y negra como un horno, como un camafeo gastado, inexpugnable y sin posibilidad de fuga, pero con la precaución de dejar entre las piedras una rendija a la altura de mis ojos, apuntando hacia la cortada entre aquellas dos montañas por donde, cada día, se pone el sol.


Photo CC0 by PIRO4D