lunes, 2 de mayo de 2016

Puertas

Ahora que lo pienso, siempre he vivido en casas en las que las puertas interiores no cerraban.
Abrumadas bajo el peso de cien capas de pintura, las hojas no entraban en los marcos, los pestillos yacían sepultados en las profundidades de las cerraduras, presos de una mezcla de óxido y tiempo. En las bisagras apenas se adivinaban las cabezas de los tornillos y las manillas, locas por un poco de acción, no accionaban.
Si resultaba imprescindible cerrar alguna, digamos para algo de amor o alguna otra cosa mas intestinal, se recurría al cordón de un albornoz que siempre colgaba de una alcayata atornillada en la cara interior. Se colocaba este apaño, nunca mejor dicho, entre la hoja y el quicio, se presionaba, y listo: intimidad por un rato.
Esto, que pudiera parecer una metáfora, yo lo circunscribo al estricto ámbito de la casualidad. Bueno, a eso, y a que siempre he preferido vivir en casas viejas.
En cualquier caso, salvo para las contadas ocasiones ya referidas, nunca me han gustado las puertas cerradas. Son una señal de prohibido, una advertencia de camino en obras, una vía de escape cercenada.
Ayer, en casa de unos amigos, el anfitrión me sorprendió embebido, abriendo y cerrando una y otra vez la puerta de una de las habitaciones. Era una puerta muy bonita. De roble, con un barniz claro. La manilla era dorada y el resbalón acariciaba el cerradero con dulzura, milimétricamente, hasta cerrar con un sonido seco de madera y cantarín de acero y latón.
"¿Qué haces?", preguntó.

Sin pensarlo demasiado, respondí: "envejecer"


Photo CC0 by Tama66

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