Ahora que
lo pienso, siempre he vivido en casas en las que las puertas interiores no
cerraban.
Abrumadas
bajo el peso de cien capas de pintura, las hojas no entraban en los marcos, los
pestillos yacían sepultados en las profundidades de las cerraduras, presos de
una mezcla de óxido y tiempo. En las bisagras apenas se adivinaban las cabezas
de los tornillos y las manillas, locas por un poco de acción, no accionaban.
Si
resultaba imprescindible cerrar alguna, digamos para algo de amor o alguna otra
cosa mas intestinal, se recurría al cordón de un albornoz que siempre colgaba
de una alcayata atornillada en la cara interior. Se colocaba este apaño, nunca
mejor dicho, entre la hoja y el quicio, se presionaba, y listo: intimidad por
un rato.
Esto, que
pudiera parecer una metáfora, yo lo circunscribo al estricto ámbito de la
casualidad. Bueno, a eso, y a que siempre he preferido vivir en casas viejas.
En
cualquier caso, salvo para las contadas ocasiones ya referidas, nunca me han
gustado las puertas cerradas. Son una señal de prohibido, una advertencia de
camino en obras, una vía de escape cercenada.
Ayer, en
casa de unos amigos, el anfitrión me sorprendió embebido, abriendo y cerrando
una y otra vez la puerta de una de las habitaciones. Era una puerta muy bonita.
De roble, con un barniz claro. La manilla era dorada y el resbalón acariciaba
el cerradero con dulzura, milimétricamente, hasta cerrar con un sonido seco de
madera y cantarín de acero y latón.
"¿Qué
haces?", preguntó.
Sin
pensarlo demasiado, respondí: "envejecer"
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