domingo, 27 de diciembre de 2015

Por la espalda

Para los que nos sabemos solos, grupo no necesariamente coincidente con los que se sienten solos o los que efectivamente lo están, existen a mi entender dos temores fundamentales; a saber: que surja inesperada y repentina compañía, o que te hieran por la espalda.
En el primer caso, se teme porque lo inesperado y repentino, siempre es molesto. Compañía a destiempo te obliga a cambiar muebles de sitio o, peor aún, a adquirirlos nuevos. Y eso, para cualquier cabeza en su sitio (máxime si la cabeza ya está bien amueblada y ha decidido saberse en soledad), es mortificante asedio.
El segundo de los temores y el que, a tenor de lo vivido, mas posibilidades tiene de convertirse en realidad, radica ya no tanto en el hecho de ser herido, si no en el mas complejo de no tener quien te haga las curas.
¿Cómo, en soledad, curar una herida a la que no llegas?
Tendríamos que encarar dos espejos, situarnos en medio, como un eclipse de luna en el sistema solar de nuestro cuarto de baño, hacer coincidir sin estorbos el reflejo de nuestra espalda proyectado en el espejo que tenemos enfrente, dislocar las articulaciones de nuestros brazos y entonces cosernos la herida del lomo con hilo azul (que el rojo se ha acabado, es navidad), y aplicarnos el elixir iodado y la gasa hidrófila de camisetas deshilachadas y pegarla con el esparadrapo de última generación que te cuida con enérgica suavidad y 'por eso es tan caro mire usté y no lo cubre el seguro'.
Complicado, ¿verdad?
Siempre tenemos la alternativa de, como en la edad media, sucumbir envueltos en el dulzón hedor de la gangrena. O pedir, para que nos la nieguen con absurdas excusas, ayuda. Es decir, compañía.
El mayor dolor radica, en cualquier caso, en que uno por la espalda no espera heridas. A nuestra espalda intentamos mantener lo que nos inspira confianza. Por la espalda solo esperamos palmaditas de aprobación, el brazo sobre los hombros, la caricia que recorre su centro, mano suave que desciende hasta la intención, abrazo de un pecho que te susurra ternuras al oído.
En estos días de paz y amor, en los que todo es armonía y todo es según el color del espumillón con que se mira, me he sentido particularmente herido por la espalda. Probablemente sin motivo. Seguramente sin razón.
Pero ese ha sido mi barrunto, y la auto impuesta y deseada soledad en noches de celebración, me ha traído el dolor de ese cuchillo y el despilfarro de una horita mas de tele, y un tintineo mas de hielos contra un vaso vacío.
Mañana, aprovechando que el cristiano conmemora la masacre de inocentes, paradigma del tirar por la calle del medio, me acercaré a un hospital a que me hagan una cura y me cosan o descosan las heridas, opción esta que, a pesar de haber estado siempre ahí, los que nos sabemos solos, solemos dejar siempre para el final.


Photo CC0 by xusenru

lunes, 26 de octubre de 2015

La caja de ropa

Nunca había oído tu voz con tanta nitidez como cuando empezaste a hablarme un día después de tu entierro.
Con paciencia y decisión me indicabas frente al ropero abierto los vestidos, camisas, faldas, chaquetas y pantalones que tenía que meter en la enorme bolsa de plástico negra. Una de esas bolsas que vinieron en un paquete en el que se ve a un jardinero pasando, mientras sonríe, un rastrillo sobre un montón de hojas secas. También que ropa debía conservar en una caja aparte, que ya vendría tu hermana a por ella.
De aquel ropero enorme, en los días siguientes, como del resto de la casa, comenzaron a desaparecer cachivaches menudos, y yo te imaginaba amontonándolos todos en el centro de una alfombra y arrastrando el paquete sujeto por dos puntas camino de la puerta, como un taxi de Aladino.
Aprendí que, a pesar de tus indicaciones, es imposible hacer lentejas o macarrones para uno, y a resignarme ante la visión de un poyo de cocina plagado de medios calderos de comida abandonada tras el hastío del repetir. Aprendí que no es bueno poner multicolores lavadoras a medias, y me resigné a convivir con camisas blancas que mudaron a rosa.
Por las tardes, me repetías los chistes que tus primos contaron durante el velorio, agrupados en el alejado del viudo corrillo de carcajada y coñac.
Poco a poco, comenzó a desaparecer el resto de nuestras cosas. Había a cualquier hora un ajetreo de mudanza, un arrastrar de camas y sillas, un berrinche de sofás incomodados y, de vez en cuando, venías a preguntarme por un libro, una caja, un caldero o una aspiradora que no encontrabas. Los muebles comenzaron a desfilar camino de la puerta como en una cabalgata de carnaval mudo, como una procesión sin santo ni vela y de la casa se hizo dueño un eco de pisadas por cuartos vacíos, de puertas que se cerraban tras de ti, con un chasquido blando, como de madera húmeda.
Una mañana me dijiste que el tiempo había avisado y yo comencé a sentirme como un boxeador tendido sobre la lona, sangrante y agradecido, descansado. Paseaba por la casa con el gesto torcido, con el convencimiento de empezar a ser ya mas lo que iba a ser que lo que fui. Ya no ponía lavadoras a lavar, ni lentejas a guisar, y hacía ya tiempo que no había muebles a los que limpiar el polvo.
Una noche, sonó el timbre de la puerta. Tardé un rato en entender que del otro lado de ella habría alguien llamando. Enrosqué la única bombilla en la única lámpara que quedaba y fui a abrir. Tras dar dos vueltas de llave a cada una de las cerraduras, correr el pestillo y desanclar la cadenilla, abrí la puerta.
La casa entera hizo el mismo sonido que hace una nevera al cerrarse, y afuera, en el jardín, a la luz de las farolas, me golpeó un revoltillo de muebles amontonados, cajas, bolsas negras de jardinero sonriente, alfombras y cortinas anudadas, calderos, lavadoras, todo tirado de cualquier modo, con la impudicia de las tripas al aire, cagado de pájaros y sol.
En el segundo de los tres escalones que llevan a la puerta, inmóvil y muy pálida, estaba tu hermana que, con unos ojos que jamás le había visto antes, me preguntaba no sé qué de una caja con ropa.


Photo CC0 by FrankWinkler

martes, 13 de octubre de 2015

María

María tiene un sueño, y lo va a hacer realidad.
María sufre, se desalienta, ríe y llora, se llena de coraje y nos lo cuenta. En eso radica parte de su grandeza.
A María, agradecida, comprometida, pirenaica y gatuna, yo la admiro por muchas razones; es una mujer creíble, adornada de una sensibilidad poco común que, igual te arranca la mas hermosa respuesta a la mas triste de las preguntas, que te describe los olores de media vida en tres renglones.
María tiene un sueño y, para mi, ya eso por si solo es un sueño. Un sueño de bolero y algodón de nubes porque, hace tan solo un mes, yo creí también tenerlo y no fui capaz de siquiera empezar a luchar por el.
Pero María es distinta. Descorcha un tuper y de él salen las ricas cosas hechas con pasión y convencimiento, arte sano, lo que a todos gusta, porque en su sueño hay infancia con merienda, tardes de infusión, confidencia y confianza. O coge una tiza y te llena un encerado de bendiciones que alegran cañas o doblan de emoción las cucharillas de un café saboreado a posta con lentitud, hasta llegar a la firma. Ultima letra. Sentencia.
Nunca nos hemos visto, no ha habido por medio un abrazo o un simple apretón de manos, pero María es de esa rara gente que se te queda en la piel, y vas con ella perfumando tu mundo de verdades sencillas, tiernas e irrefutables. Algún día la vida y su centrifugado me llevaran a hacer sonar la campanilla sobre la puerta de un obrador, y entonces podré darle el abrazo que le debo, por los buenos ratos que su forma de ser y su prosa, valiente, desgarradora hasta la hermosura, emocionante y sincera, me han hecho pasar.
Hoy he hecho mi aportación a su batalla. Ha sido un simple grano de arena en su playa, un solo naipe puesto con mimo en su tambaleante castillo. Me ladran los perros del desespero por no tener, por no poder aportar mas que estas letras. Ya me hubiera gustado entregarle una cantera como para Miguel Ángel, una baraja que asombrara a don Heraclio, pero devenires que aquí no tienen protagonismo me limitan al granito de arena, eso sí, de volcánica y brillante negrura.
María tiene un sueño, que ya es de muchos de nosotros, y María, a pesar (o precisamente por eso) de las montañas de piedras que le ponen en el camino, avanza con una blanca tiza en la mano por si surge una pizarra en negro; avanza descalza sobre hierba mullida o sobre camas de faquir, con la mirada fija en un punto del horizonte en el que se adivina un olor a pan recién horneado, donde se sabe de harina en el dorso de la mano, harina cruzando la frente y la sonrisa.


Photo CC0 by HG-Fotografie

martes, 29 de septiembre de 2015

Que aún puedo

Debería morir, que aún puedo. Ahora que aún puedo llorar, e incluso podría sentirlo. Debería morir hoy que todavía soy capaz de mirar por la ventana que da al patio, y no darme pena el que nadie viniera a regar mis plantas.
Este medio yo de metal en que me convertí, que me obliga a recorrer la casa buscando en gavetas y cajones el pequeño espray que alivia el quejido de las ruedas, plañideras incansables, desinfladas, piedras cuesta arriba.
Atronadoramente inmóvil de cintura para abajo, que es la mitad buena. De cintura para abajo puedes llegar a algún sitio, practicar sexo en casi todas sus versiones y, sobre todo, lo mas importante, te puedes ir. De cintura para arriba no puedes evitar pensar y, en el peor de los casos, tienes la posibilidad de escribir lo que piensas.
Recuerdo el asco infinito en tus ojos cuando tuviste que hacer frente al cómo se fue muriendo lo que antes creímos amor y recuerdo como se fueron apagando nuestras vidas, con cada tirar de la cadena del váter, con cada vez que recogías mi mierda o me tenías que ayudar a mear, y recuerdo otras risas tras la puerta de tu dormitorio.
Definitivamente estaría bien morir ahora, que al menos yo lo sentiría.
De vez en cuando, recuerdo dos músicas, dos oberturas para este concierto: el limpio sonido del viento en la cima de la montaña, y el de mis botas subiendo a ella. De vez en cuando, recuerdo la caída y la agradable sensación de renuncia tras el impacto.
Estoy aquí, envolviendo estos oscuros huesos que ya no cantan y que, como un ladrón agazapado en el interior de una jaula metálica, acechan a unos músculos que ya no vuelan, que me dejaron en premio unas bonitas rosas de plástico y una caja de bombones en forma de corazón, comprado todo a deshora en la tienda del hospital.
En esta casa sin ti, aprendí a esperar que floreciera el romero a primeros de octubre y aprendí a esperar a que de mis manos el incienso borrara su olor.
Sueño con nuestra vida de antes de ser muerte, con el taxi de tu abandono, con el ejercicio y el aprendizaje, las vecinas, mi madre y los amigos en desbandada, sueño con el dolor y los calmantes, con las borracheras y el sabor de las alfombras, y a veces sueño al fin que vuelves y yo me levanto de esta cárcel de acero, nylon y tres en uno, camino por el pasillo, llego a la puerta, la abro y, cortésmente, te invito a abandonar mi casa, mis sueños y mi vida.


Photo CC0 by reidy68

martes, 1 de septiembre de 2015

Amigo invisible

Soy tu amigo invisible. Soy tu amigo invisible y te abrazo cuando quieras y me dejes, que yo querer, quiero siempre.
Estoy contigo cuando duermes y cuando despiertas, cuando los días son ligeros o inacabables. 
Cuando rasca la marcha atrás aparcando pongo caras cómicas y, cuando se rompe la bolsa del súper en el rellano frente al ascensor, suspiro contigo y me arrodillo a tu lado a pescar latas y pimientos.
Soy tu amigo invisible y te acompaño al dentista, al banco y a pasear por la orilla del río. Soy tu amigo invisible y me convierto en un niño con mocos y con tiritas en las rodillas para ser amigo también de tu hijo, y me convierto en un viejo con bufanda y sabiduría para serlo también de tus miedos.
Te abrazo con abrazo de padre, de hermano, de amigo o de amante, pero te abrazo siempre, porque soy tu confidente amigo invisible. Invisible porque solo tú me ves.
Junto a ti cuando sonríes ante una ocurrencia, cuando despliegas esa fina ironía tuya y ese exquisito desapego por lo común.
Junto a ti cuando lloramos en los ojos de un niño atónito ante una alambrada, abrazado a un peluche flaco de dejar rellenos en el desierto, o por un ahogado extraño en la playa del todo incluido, afeando el aperitivo de los que creen tener suerte. Cuando te hiela la sangre lo injusto, cuando compartes, cuando cierras tras de ti la puerta de tu celda.
Sé que tienes frío, pero, como soy tu amigo invisible, y todo lo puedo, encenderé en mitad del páramo que compartimos una enorme hoguera con la leña de todas las veces que hemos estado a punto de abandonar, de sucumbir a los latidos sin compás que nos rodean y, sentados junto a ella, te abrazaré como se abrazan las certezas.
Cuando solo queden rescoldos te acompañaré de vuelta a tu celda, pondré papel en la máquina, y te dejaré escribiendo una carta para mí.
Soy tu amigo invisible, y te abrazo sin carne, que es como se abraza lo que los demás no pueden entender. 


Photo CC0 by robinsonk26

viernes, 31 de julio de 2015

Solo para mi

Llevo todo el día queriendo escribir algo. Supongo que la causa está en los versos que leí esta mañana, temprano, y que me recordaron a ti.
El caso es que así he pasado toda la mañana y buena parte de esta tarde, queriendo decir algo y sin saber muy bien qué. Me obligo a intentarlo, en parte por tener el bálsamo de las letras abandonado desde hace tiempo, y en parte porque tu recuerdo no cesa con el paso de las horas.
He pagado el alquiler del próximo mes, he bajado la basura, y he fregado el pasillo con agua de tres colonias, como me enseñaste. Procuro mantener la casa limpia a pesar de saber que es solo para mí. No espero visitas porque las visitas, o están muertas, o se saben no queridas.
He limpiado la jaula con el canario que dejaste a mi cuidado y sin encargo. Iba a decir que quedó muy bien, pero en realidad lo que quedó es muy limpia.
He tirado unos cuantos juguetes rotos que se acumulaban en una caja de cartón desmemoriado. He levantado luego la caja y barrido debajo. Cuatro o cinco fantasmas han salido corriendo, despavoridos, con un berrinche. No he sentido remordimiento ni escalofrío alguno cuando esos recuerdos retumbaron contra el fondo del contenedor de basuras.
A mediodía he puesto la mesa con esmero, a pesar de saber que es solo para mí, y he recalentado lo que queda del estofado que preparé el martes por la tarde. Me apetecía vino, pero vino no había, así que he acompañado el almuerzo con agua y he prometido emborracharme esta noche. La carne ya sabía un poco rara, pero aun así me he esforzado en comer mucho y con apetito, a pesar de saber que comía solo, y solo para mí.
Tras fregar los platos, me ha dado por llorar. Y lo he hecho de espaldas al fregadero, mirando la sombra que dejó en la pared de enfrente el calendario de años pasados. Luego me he cosido el fondo de un bolsillo por el que se empeñan en besar el suelo las llaves.
Esta noche, tras acabar al menos una botella de vino frente a la pantalla de un televisor multicolor y mudo, llegaré con la máxima dignidad posible hasta el dormitorio. Allí, la cama que hice esta mañana me espera, y yo me dejaré caer en ella abarcando su enormidad, ocupando toda, recorriendo su arenal helado. Y en ella me dejaré dormir con placidez, a pesar de saber que es solo para mí.
El poeta de esta mañana escribía a su yo más joven del pasado, y le pedía que por favor no lo dejara escapar, que cuidara aquel amor incipiente, lo protegiera y jamás renunciara a su compañía y amparo.
Si yo pudiera escribir a mi yo más joven del pasado, no sé muy bien que le diría. Nada extraño teniendo en cuenta que llevo todo el día queriendo escribir, queriendo decir algo.


Photo CC0 by stux

viernes, 26 de junio de 2015

Olía

Esta mañana, como otras tantas, he aparcado en batería en el sitio que, cada mañana a esta hora, está libre. He puesto el parasol sobre el salpicadero porque a mediodía esto es un horno. Como cada mediodía.
Como cada mañana he ido al bar donde el camarero que cree conocerme y del que yo ignoro todo me ha puesto, que no servido, el café y el agua con gas de cada mañana.
A mi lado, dos señores cargados de razón se lamentan de que ya nadie quiera trabajar doce horas diarias, en turnos alternos y por un puñado de papel moneda; sentencian que la excusa de esta juventud es que apenas pueden ver a los niños. Les asistirá su razón y a mi, probablemente, me importe bien poco.
Pago mis setenta céntimos y encaro la puerta, no sin antes desear buenos días y dar las gracias a quien no los merece ni las contesta, que las mierdas aprendidas en la cuna son duras de pelar.
Camino de nuevo en dirección al maletero del coche donde me espera la neverita con mi sándwich de jamón y queso, el mini jugo de melocotón con cañita retractilada, la botella de agua rellena de agua del grifo, y el suspiro del vuelta a empezar.
Sin embargo, hoy, a la altura del ostentoso edificio de los que deciden a quien va el agua de riego de esta isla, me he cruzado con ella. Y ella conmigo.
No recuerdo cómo iba vestida, ni el color de su pelo negro rizado, si llevaba o no prisa, ni si tenía mi edad o la suya.
Solo recuerdo su olor.
Olía a mis recuerdos de infancia.
Olía a chuches inexplicables de sabor malva, a conos de madera con aros de colores, a babi azul de rayas con mi nombre en una cartulina con osito en el bolsillo, a maestra hermosa con falda verde, a guardería en el bajo con ameno patio de vecinos. Olía a mi casa, a mi madre cuando me quería. Olía a mis diminutas botas con diminutas plantillas de plomo forradas de escay, mis pies planos y mis dioptrías, mi parche en el ojo, mi pelo ondulado y tierno, mis gafas de pasta para niño, pagadas con pasta para adultos.
Olía al vago y dulce recuerdo de una infancia que, cada día, el monótono acaecer de lo cotidiano se empeña en hacerme más difícil el poder asegurar que en algún momento existió y, aun así fue eso, infancia.


Photo CC0 by Dương Nhân 

viernes, 24 de abril de 2015

Contra mi vida

Desde hace unos meses, me sorprendo a menudo dando manotazos al aire frente a mi cara. Me resulta así más fácil apartar los cada vez más frecuentes recuerdos de las acciones, hechos u omisiones más tristes de mi pasado. Recuerdos dolorosos o vergonzantes, que vuelven con nitidez, con una claridad y profusión de detalles lacerante.
Desde hace unos años no comparto, ni converso, ni celebro cumpleaños. Como los pescadores, que no preguntan por qué salir a pescar si no con que hacerlo, transito por mis días con una sensación de exceso de equipaje, de mochilas llenas de piedras inútiles que ni para romper lunas de rabia reflejada servirían.
No tengo nada contra la vida. Simplemente no me gusta la mía.
Desde hace unos días, me sorprendo haciendo balance, rebuscando, intentando encontrar algo más que poner en el plato de lo positivo que ahora mismo está por las nubes, vencido por el peso del otro, rebosante de calamidad.
Hago inventario y meto toda mi vida en una cápsula bajo la lengua, con la lengua la traslado aquí y pienso que, morir ahora, solo y sin logro, sería mucho mejor que arrancado por sorpresa de unos brazos que te abrazaran a la vida. Al fin y al cabo, la muerte solo son huesos calcinados, tristes, olvidados.
Creo que lo que siento, en definitiva, no es más que rabia. Rabia de mirar atrás y solo ver lunas llenas confundidas con sustento, besos como páginas de libro abierto y descuidado, silencios al otro lado del auricular, lascivia vestida para duelo, muebles de patitas en la calle, césped para otros, truco descubierto...
La mayor parte de los días puedo recordar. La mayor parte del tiempo, espanto fantasma a manotazos, como un mimo con dislexia.


Photo CC0 by avi_acl

jueves, 23 de abril de 2015

Sant Jordi

Esta tortura de tenerte cerca, como la mesilla tiene a la cama, como la silla desde la que se vela a un enfermo tiene a esa cama y no poder hundirme en ti, en tu risa, en tu olor.
Hablas y, mientras dices, yo intento que no se note que mientras hablas, yo te cuento los lunares de los brazos, que me imagino buceando entre tu pecho y tu camisa.
Este quiero y no puedo de haber llegado tarde, a destiempo y con el pie cambiado. Me miras, y se me paran los pulsos copleros, me tocas, y la sangre se me viene a las orejas dejando pálido un corazón que quiere huir de este cansancio diario del malquerer, de este consumir de velas apagadas e imposibles.
Ensayo cada día, ante el espejo de los cobardes, el cómo decirte, el cómo explicarte estas ganas, este mal vivir del deseo contenido. Del pánico al, gracias, pero no.
Quererte es como mirar al mar renegando de la tierra que te sostiene en la orilla. Y no saber nadar. Quererte es mi motivo y es la causa. Quererte es lo que tengo, lo que gasta las pilas de mis pasos. Y lo que no debo.
Soy la arena de mis gatos, el palo sin zanahoria de quien insiste en avanzar a pesar de la ausencia de destino, de la falta casi de camino.
Mientras, continúo adorando la posibilidad, llevando tus maletas, colándome en tu cine para verte de cerca, por si un día pasa el eso no va a pasar. Y continúo escribiendo por si un año, por Sant Jordi, se te ocurriera leer el papelito con el que siempre acompaño tu rosa.


Photo CC0 by DGlodowska

miércoles, 1 de abril de 2015

Palitos de tiempo


No consigo recordar cuando comenzó este ábaco de los días, esta bitácora de yeso. Supongo que contando las marcas sería fácil de concretar, al menos en tiempo.
Cada día hago una pequeña incisión, apenas un arañazo del tamaño de un palillo de dientes sobre las paredes de esta habitación. Como un Depardieu soez, atribulado Dantès en el castillo de If, o como unos inmensos Hoffman y McQueen cazando mariposas en la Guayana Francesa, cada siete días cruzo las marcas verticales con otro palito horizontal, y comienzo de nuevo. Día tras día, semana tras semana, creo con mi astilla de haya seca, dura y flexible este galimatías sobre la cal de la pared, este suelo de montacargas, este rallador gigante de cortezas de tiempo. 
Cuando no queda el más mínimo resquicio donde continuar, comienzo con la siguiente pared. Ya estoy en la cuarta. Y cada vez queda menos sitio. La blanca cal de antaño ha arribado en pátina gris.
Del otro lado de estas paredes, en la habitación contigua, han ido cambiando la pintura, el papel decorado, los muebles y las personas. Allí se ríe por fuera y se llora para adentro, se celebran navidades, juegan niños aparentemente felices y ancianos indiferentes hacen cosas aparentemente de anciano. Una mujer cambia el polvo de sitio con un plumero de falsa avestruz, y un hombre en camisilla hipnotiza futbolistas en el televisor.
Repasando los surcos, mirándolos de cerca, reconozco por su temblor o profundidad los que señalan días señalados. Cuando murió la mujer que me dio la vida sin haberme parido, el nacimiento del primer nieto, cuando cayeron las torres sobre los trenes de Atocha o, lo más lacerante, el día que el hijo tierno abandonó la vida en el interior de un coche arrugado de asfalto y campanas mudas de duelo.
Hoy es domingo. He cruzado el último grupo de seis surcos, en el último espacio libre de la última pared. Dejo mi pequeño cincel de haya en el suelo, y me tiendo boca arriba en el centro de la habitación, a su lado.
Pienso que, si esta habitación hubiera tenido techo, allí pudiera haber seguido con el recuento de mis días, con el inventario de mi caducidad. Pero también pienso que me gusta más con este lienzo de estrellas derramadas que ahora me observa. Cierro los ojos y espero. En la habitación de al lado, alguien pone la radio. Son noticias. La campana de un reloj comparte una hora en punto.



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martes, 27 de enero de 2015

Taller

Cada mañana, entraba casi a oscuras en el taller. La llave siempre estaba sobre el dintel, justo donde la había dejado la noche anterior.
Aquella habitación daba la espalda a la casa, y se creía interesante con su ventana al mar. El suelo estaba sucio. Nadie barrió allí tras la invención de la escoba y, bajo unos platos con bombilla, anidaban tres mesas ultrajadas de cosas, cachivaches, artefactos y herramienta. Olía a horas solas, preciosas y queridas, olía a la playa cercana y vacía, a tesoro encontrado, a vidas perdidas.
En aquel taller, con su herramienta y mi espalda desafiando a la casa, construí nuestra cama, las mesillas, el tocador y la madera que encuadró un espejo. Tardamos en usarlos. Nunca estaban perfectos. La talla inconclusa, irreverente el nudo imprevisto, la veta que se negaba al tono de barniz.
Mientras, tú vagabas en el inapreciable espacio que nos separaba, buscando al hombre que habías perdido. Le buscabas entre cielo y césped, dejando atrás tu sombra, en las caras del mercado, en los sonidos de una noche sin grillos, masticando su ausencia, acariciando sonrientes fotos de boda sobre consolas aburridas de descansillo y transeúnte, cubiertos sin tintineo sobre manteles sin cerco, luz de media vela para media mesa de cenas para uno.
Por fin, la tarde de un martes de invierno, tres veranos después de nuestra boda, instalé los muebles acabados en la alcoba. Tú tendiste sobre la cama la colcha que habías creado, intrincada, compleja de hilos, geométrica y hermosa. Yo puse el espejo sobre el tocador, pendiendo de un clavo solo, ávido, como una ventana al paisaje del revés.
Cinco años después, esos muebles reposan en el trastero de algún amigo que se apiadó de lo que mis ojos sentían cuando los veía. Cinco años después de enterrarte en tu ataúd de talla perfecta, de madera sin nudo y barniz rendido al vaivén de una albura como olas de aquel mar, solo conservo la colcha tejida. Bajo su geométrico reproche escondo mi cama prestada, acaricio la rota fotografía de una boda entre risas. Y conservo, además, el espejo porque, como yo, él tampoco volverá a verte. Cada mañana ese espejo, colgado ahora en la puerta del taller me recuerda que, a mi espalda, estuvo una vez mi casa y una mujer que perdió a su hombre.


Photo CC0 by Grieslightnin

miércoles, 14 de enero de 2015

Me dejaste, viejo

Me dejaste, viejo, y ya no soñé mas en llegar a tener tu fuerza para rescatar princesas bañado en la sangre del dragón que cayó bajo tu espada, que ahora es la mía. Me dejaste solo en esta casa enferma, junto a esta mujer de alma negra.
Me dejaste, viejo, y aprendí a afeitarme de oídas. El espejo dejó de oler a tu loción y no hubo truco del trocito de papel sobre la gota de sangre, ni crines de afeitar navajas, ni navajas de papá.
Me dejaste, viejo, y mi valor mudó en coraje; a mi rabia la aplastaron con mansedumbre. Mi indiferencia parió violencia y los golpes me hicieron huraño. La melancolía de la juventud sin modelo, sin yunta que arase un surco donde sembrar, me llevo a libros turbios a través de los que pude entender tus motivos, pero no abrazarlos. Esos libros contaminaron la poca luz que de ti aun quedaba, y mancillaron mi humanidad, tambalearon mi hombría, mientras la resentida mujer con la que me abandonaste destilaba injurias a mi oído.
Me dejaste, viejo. Este hijo tuyo llamado a ser el poderoso heredero de tus virtudes, este anhelado primogénito que igualaría tus logros e hidalguía, ahora se deshace como niebla al amanecer mientras escribe sus miserias donde todos puedan leerlas. He aquí el niño solo desde niño, que soñaba con un hogar mientras le asediaban harpías abandonadas, humilladas, resentidas. Y tú me dejaste, viejo.  
Me dejaste, viejo, sin enseñarme el mundo, o tan solo el mapa. Ni siquiera el barrio, o a conducir, de las mujeres o a pescar. 
Me dejaste, viejo, y hace años que aprendí a tomar solo el más largo tren que más lejos fuera. Hace mucho que vivo filtrándome en las paredes de esta casa sin ventanas ni corazón, hace mucho que camino por las calles de esta ciudad sin risas, esta costa gris sin mar, resignado a este paseo sin pasado, a estos recuerdos de ti cuando no estabas.
Me dejaste, y ahora, cercano el final, escribo de tu abandono, de todo lo que hubiera podido ser y de todo lo que no hubiera siquiera querido intentar ser.
Escribo a pesar de que me dejaste, viejo, como a la fruta que se deja abandonada sobre una mesa de comer y, poco a poco, mesa, fruta y abandono se van pudriendo, de un modo solo, irremediable.



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