Desde hace
unos meses, me sorprendo a menudo dando manotazos al aire frente a mi cara. Me
resulta así más fácil apartar los cada vez más frecuentes recuerdos de las
acciones, hechos u omisiones más tristes de mi pasado. Recuerdos dolorosos o
vergonzantes, que vuelven con nitidez, con una claridad y profusión de detalles
lacerante.
Desde hace
unos años no comparto, ni converso, ni celebro cumpleaños. Como los pescadores,
que no preguntan por qué salir a pescar si no con que hacerlo, transito por mis
días con una sensación de exceso de equipaje, de mochilas llenas de piedras
inútiles que ni para romper lunas de rabia reflejada servirían.
No tengo
nada contra la vida. Simplemente no me gusta la mía.
Desde hace
unos días, me sorprendo haciendo balance, rebuscando, intentando encontrar algo
más que poner en el plato de lo positivo que ahora mismo está por las nubes,
vencido por el peso del otro, rebosante de calamidad.
Hago
inventario y meto toda mi vida en una cápsula bajo la lengua, con la lengua
la traslado aquí y pienso que, morir ahora, solo y sin logro, sería mucho mejor
que arrancado por sorpresa de unos brazos que te abrazaran a la vida. Al fin y
al cabo, la muerte solo son huesos calcinados, tristes, olvidados.
Creo que lo
que siento, en definitiva, no es más que rabia. Rabia de mirar atrás y solo ver
lunas llenas confundidas con sustento, besos como páginas de libro abierto y
descuidado, silencios al otro lado del auricular, lascivia vestida para duelo,
muebles de patitas en la calle, césped para otros, truco descubierto...
La mayor
parte de los días puedo recordar. La mayor parte del tiempo, espanto fantasma a
manotazos, como un mimo con dislexia.
No resulta sencillo dejar aquí unas letras cuando en el propio bolsillo sólo hay, palabra a palabra, su misma tierra profanada.
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