No consigo
recordar cuando comenzó este ábaco de los días, esta bitácora de yeso. Supongo
que contando las marcas sería fácil de concretar, al menos en tiempo.
Cada día
hago una pequeña incisión, apenas un arañazo del tamaño de un palillo de
dientes sobre las paredes de esta habitación. Como un Depardieu soez,
atribulado Dantès en el castillo de If, o como unos inmensos Hoffman y McQueen
cazando mariposas en la Guayana Francesa, cada siete días cruzo las marcas
verticales con otro palito horizontal, y comienzo de nuevo. Día tras día,
semana tras semana, creo con mi astilla de haya seca, dura y flexible este
galimatías sobre la cal de la pared, este suelo de montacargas, este rallador
gigante de cortezas de tiempo.
Cuando no
queda el más mínimo resquicio donde continuar, comienzo con la siguiente pared.
Ya estoy en la cuarta. Y cada vez queda menos sitio. La blanca cal de antaño ha arribado en pátina gris.
Del otro lado
de estas paredes, en la habitación contigua, han ido cambiando la pintura, el
papel decorado, los muebles y las personas. Allí se ríe por fuera y se llora
para adentro, se celebran navidades, juegan niños aparentemente felices y
ancianos indiferentes hacen cosas aparentemente de anciano. Una mujer cambia el
polvo de sitio con un plumero de falsa avestruz, y un hombre en camisilla hipnotiza futbolistas en el televisor.
Repasando
los surcos, mirándolos de cerca, reconozco por su temblor o profundidad los que
señalan días señalados. Cuando murió la mujer que me dio la vida sin haberme
parido, el nacimiento del primer nieto, cuando cayeron las torres sobre los
trenes de Atocha o, lo más lacerante, el día que el hijo tierno abandonó la vida en el interior de un coche arrugado de asfalto y campanas
mudas de duelo.
Hoy es
domingo. He cruzado el último grupo de seis surcos, en el último espacio libre
de la última pared. Dejo mi pequeño cincel de haya en el suelo, y me tiendo
boca arriba en el centro de la habitación, a su lado.
Pienso que,
si esta habitación hubiera tenido techo, allí pudiera haber seguido con el
recuento de mis días, con el inventario de mi caducidad. Pero también pienso
que me gusta más con este lienzo de estrellas derramadas que ahora me observa.
Cierro los ojos y espero. En la habitación de al lado, alguien pone la radio.
Son noticias. La campana de un reloj comparte una hora en punto.
Photo CC0 by Pixabay
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