Cada
mañana, entraba casi a oscuras en el taller. La llave siempre estaba sobre el
dintel, justo donde la había dejado la noche anterior.
Aquella
habitación daba la espalda a la casa, y se creía interesante con su ventana al
mar. El suelo estaba sucio. Nadie barrió allí tras la invención de la escoba y,
bajo unos platos con bombilla, anidaban tres mesas ultrajadas de cosas, cachivaches,
artefactos y herramienta. Olía a horas solas, preciosas y queridas, olía a la
playa cercana y vacía, a tesoro encontrado, a vidas perdidas.
En aquel
taller, con su herramienta y mi espalda desafiando a la casa, construí nuestra
cama, las mesillas, el tocador y la madera que encuadró un espejo. Tardamos en
usarlos. Nunca estaban perfectos. La talla inconclusa, irreverente el nudo
imprevisto, la veta que se negaba al tono de barniz.
Mientras, tú
vagabas en el inapreciable espacio que nos separaba, buscando al hombre que
habías perdido. Le buscabas entre cielo y césped, dejando atrás tu sombra, en
las caras del mercado, en los sonidos de una noche sin grillos, masticando su
ausencia, acariciando sonrientes fotos de boda sobre consolas aburridas de
descansillo y transeúnte, cubiertos sin tintineo sobre manteles sin cerco, luz
de media vela para media mesa de cenas para uno.
Por fin, la
tarde de un martes de invierno, tres veranos después de nuestra boda, instalé
los muebles acabados en la alcoba. Tú tendiste sobre la cama la colcha que
habías creado, intrincada, compleja de hilos, geométrica y hermosa. Yo puse el
espejo sobre el tocador, pendiendo de un clavo solo, ávido, como una ventana al
paisaje del revés.
Cinco años
después, esos muebles reposan en el trastero de algún amigo que se apiadó de lo
que mis ojos sentían cuando los veía. Cinco años después de enterrarte en tu
ataúd de talla perfecta, de madera sin nudo y barniz rendido al vaivén de una
albura como olas de aquel mar, solo conservo la colcha tejida. Bajo su
geométrico reproche escondo mi cama prestada, acaricio la rota fotografía de
una boda entre risas. Y conservo, además, el espejo porque, como yo, él tampoco
volverá a verte. Cada mañana ese espejo, colgado ahora en la puerta del taller
me recuerda que, a mi espalda, estuvo una vez mi casa y una mujer que perdió a
su hombre.
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