Sobre las
aceras de esta calle, larga como un final de mal cine, y untada como en la
tostada que se empeña en caer por el lado seco, se extiende una gruesa capa de
fina harina. Es difícil saber de qué grano procede, pero es blanca y azul,
amarilla y verde. Tiene una textura de polvareda, como indeleble torre cayendo.
Sobre ella, en su superficie, nadan ayudados de sus muchas patas una miríada de
insectos hambrientos, rebozados de secarral, asfixiados de repostería.
Cuando se
sobrepone uno a la estupidez de los gorgojos, le da por pensar que, al final de
esta calle, probablemente esté la panadería, el ansiado obrador cuyo encuentro
es nuestra misión en la senda. Y así avanza hundido de polvo hasta los
calcetines, aplastando caparazones desesperados, con la convicción de que junto
a esos hornos, sentado sobre algún saco de la multicolor harina, seremos
redimidos e invitados al pan del sentido, a la mesa de lo conseguido.
Los pocos
que consiguen llegar y hacer sonar la campanilla sobre el dintel de la puerta,
son recibidos por los asombrados ojos del panadero que, decepcionado, pregunta
de nuevo: ¿tampoco tú traes agua?
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