Yo me descalzo como peregrino del agua, ya sea de un mar, un sucio charco de lluvia usada o agua
cristalina del hoyuelo en una mejilla cómplice. Me descalzo con los vencejos que me guían por delante del cristal.
Me descalzo con la
tierna resignación amarga del matemático convertido en tahúr del bingo de barrio,
bombo de plástico, alegre caja de secar flores, concurrida asociación de la
edad tardía.
Descalzo piso el cielo
que observa a hombre mujer o niño en pie y también descalzos sobre el barro y
bajo la lluvia, junto a la omnipotente alambrada del sentimiento mas humano.
Cuando hablan del
destino me descalzo para andar entre este inmenso osario del mamut expuesto en
el de Ciencias Naturales, y creo ser esos delgados hilos de acero que lo
componen y sustentan en el acondicionado aire. Mi destino soy yo. Soy yo quien
vende, verde uniforme de taquilla verde, las entradas a este museo.
Me descalzo para ir al
desencuentro con mi mal andar y, descalzo, recibo los crisantemos que acarician
mi mármol.
Sobre este tablón avanzo
descalzo para escribir lo que vivo. Van formando los dedos de mis pies las
palabras con las que me subo a la caja de madera que es mi atril y mi flor.
Sobre ella, descalzo, miro el apartado y solitario lugar del parque donde me
han puesto los años, e intento describir la raíz de lo que siento, que ya asoma
bajo la hojarasca.
Yo me descalzo, como lo
hacía el Carlos niño para correr por la arena de un Médano atemporal y añorado,
recolectando conchas para collares nocturnos. Cabezas menudas que por todo aún se
giraban. Descalzo para levantar piedras en la costa de un Atlántico pendenciero
y retumbón, y cosechar bajo ellas la lombriz de airear Galanas brillantes y
peleonas.
Me descalzo para mirarme
en los ojos de quien aún me quiere y en los de quien ahora comienza a hacerlo,
para recordar la emoción de ser amigo o el placer de ser amado.
Descalzo para vivir,
para iniciar en la belleza o concluir en el asombro, para imitar al descalzo y
para odiar el asfalto que cubre este mar manso entre nosotros.
Descalzo en la
resignación y la rebeldía, descalzo me acuesto. Descalzo pervivo en la lucha
diaria por no pisar la húmeda toalla que un todo insistente y uniforme me pide tirar.
Y me descalzo, en fin,
para caminar por este césped que ha mudado en gravilla y, con cada paso, con
cada hondo crujir de piedra contra mi carne, preguntarme cuál fue la peor de
mis ofensas, a quien hice el mayor de los daños para que el inglés tuviera
razón y los dioses hayan querido castigarme, atendiendo a mis plegarias.
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