Como un
muerto. Como un muerto enorme, sin oriente y aterido, el colosal madero mordido
de teredos, tibia carcoma que algunos llaman gusano de los barcos, llegó a la
costa. Y a ella se abrazó.
Yo no tenía
aún edad de contar los días porque la escuela era todavía algo lejano, pero
sabía que fue por mayo, porque la tierra olía a jazmines, y pude contemplar
desde lo alto del risco el esfuerzo de los hombres por llevar a tierra firme el
rectangular trozo de naufragio lejano.
No resultó
fácil desencallar la colosal viga de roble de la cortante sierra volcánica que
conformaba el bajío, mientras la mar se empeñaba en golpearla una y otra vez,
provocando un retumbar de campanas de madera que sonaba con la nitidez de un
augurio, arriba, en el pueblo.
Cuando
aquella imponente tripa de galeón destrozado, aquel hueso enorme, pecio que se
niega a serlo estuvo por fin sobre la arena de la playa, pude acercarme y
contemplar de cerca los surcos con los que las “bromas” habían tatuado sus
cuatro costados, formando galerías intrincadas y profundas que me recordaron
las arrugas que los muchos años faenando en la mar habían tallado en la cara de
mi abuelo.
Sin saber
muy bien por qué, acerqué mi oído al madero. Pegué la cara al musgo, algas,
caparazones y miles de otras rémoras que vestían a aquel náufrago gigante, y
pude oír como durante el viaje le flagelaron tempestades sin misericordia, le
saltaron por arriba delfines acróbatas. A su paso, los calderones parecían más
estúpidos que de costumbre, las ballenas le resoplaban, asombradas, ahogados de
ojos vacíos no apartaban de él su mirada desde allá abajo, por donde navegaban.
Y así,
sobre la espalda de muy conocidas corrientes de agua cálida, saltando a otras
mas frías y sus ramales de retorno, llegó aquella mañana de mayo a la costa de
mi pueblo.
Muchos años
después, muchos mas de los que me gustaría, me reencontré con el curtido
entibo. Era ahora la majestuosa viga de un enorme lagar. Allí, entre las guías,
taladrado por el husillo, llevaba décadas compartiendo el secreto del vino,
navegando en aguas mas mansas.
Instintivamente,
acosté de nuevo mi oído en la conocida superficie herida, y entendí entonces
por qué con algunos vinos, cuando los acercas a tu nariz, es como abrir un
empapado y rebosante saco de lapas.
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