Falta
apenas media hora para que salga el sol. Los barrenderos llevan ya rato
baldeando con 'Zotal' las calles. El sonido de las hojas de palmera,
arrastrando el envoltorio de las ilusiones sobre el asfalto, se te va aferrando
al sentido como el niño a la falda en su primer día de cole.
Aún resuena
el eco de las orquestas derramándose por la ladera del vecino monte, aún se
balancean las ristras de bombillas de colores. Un gallo destemplado atronó en
la huerta del pobre que vive junto a la plaza, y las campanas de la iglesia
continúan mudas de asombro.
A esta
hora, el feriante comienza a desmontar su tiovivo. Tiene en la espalda todavía
el cansancio de haberlo levantado hace solo una semana, y en los ojos la
resignación de los muchos años de carretera y algodón de azúcar, la tristeza de
saber que nadie lo continuará en su empecinado reparto de vueltas y vueltas que
da la vida, la certeza de morir en feria con las, cada vez menos frecuentes,
risas de niño como forense y plañidera.
Se sienta a
mi lado, y observa ensimismado la llave inglesa que sobresale de la caja de
herramientas. Yo soy el caballito azul, el de las cinchas doradas y la silla
roja. Soy casi tan viejo como él y ni siquiera se su nombre.
Comprendo
que ha llegado el momento de intentar encontrar un nuevo pueblo, otro santo
patrón, una nueva fiesta en la que volver a girar al son del metálico minué y,
sin que apenas se note, cierro los ojos y me encomiendo a la magia.
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