Intento ser respetuoso con todo el mundo. Intento adaptarme a este mundo cambiante, alienado por la tecnología, preñado de jóvenes sin expectativas, viejos sin esperanza, corruptos, meapilas, santurrones y salvapatrias. Intento no dejarme vencer por la estulticia, la carencia de rigor, la práctica inexistencia de un mínimo buen gusto. No mirar las montañas de libros abandonados, los cazadores de hologramas. No mirar a los niños sepultados bajo los escombros de una Siria aplastada por la indiferencia, un Mediterráneo alfombrado de muertos por el desdén. Hacer como todos, mirar para otro lado. Ser normal. Callar.
Los que me conocieron hace unos años, cuando me creía el rey del mambo, sabrán lo difícil que está siendo para mi el cerrar la boca, el asentir ante lo negable, el pasar desapercibido en definitiva.
Siempre que puedo, salgo a pasear por un parque cercano que, por su ubicación y diseño, está destinado a personas que hacen deporte, o simplemente van andando. Pasear, hacer deporte; todo en el interior de una finca agrícola con mucho espacio verde y grato a la vista. En las entradas del lugar hay carteles que, prohíben solo tres cosas: entrar con bicicletas, entrar con perros, cortar flores.
Esta tarde, mientras paseaba allí, me crucé con una mujer joven, de unos veintitantos años a la que precedía un perro sin atar. El perro era de raza mestiza, de porte mas bien pequeño y probablemente con problemas de oído porque, por mucho que su ama lo llamaba con voz insistente y timbre cantarín, el animal hacía mas bien caso ninguno. De hecho, el bicho tenía muy claro que su prioridad en aquel momento era acercarse a mi y olisquear mis calcetines.
Hace ya muchos años en casa nos vimos sacudidos por una desgracia cuyo causante fue un perro y, desde entonces, estos animales son los seres menos gratos para mi que puedan ustedes imaginar. A pesar de mi aversión, mis hijas me regalaron o impusieron hace algún tiempo un cachorro de perra sin mas pedigrí que su forma de menear el rabo. Este tuso convivió con nosotros hasta que, tres o cuatro años después, murió envenenada por un vecino cabrón.
Durante el tiempo que duró nuestra interdependencia (a mi me alegraba su recibimiento, y a ella le alegraba la comida que le ponía), siempre se comportó como lo que era y yo intenté hacer lo propio. Yo me hacía responsable de su conducta y ella no ladraba inopinadamente, no subía a camas ni sofás, no pedía al pie de la mesa cuando comíamos, venía cuando la llamabas y se iba cuando la echabas. Y jamas pidió un suéter de lana.
Volviendo al incidente de esta tarde, cuando el sordo olisqueador estuvo ya lo suficientemente cerca de mi, acudí al socorrido método de dar un zapatazo al suelo y gritar ¡Sale, chucho! El perplejo animal retrocedió e inmediatamente comenzó a gruñir y ladrar. En ese momento pedí a la impávida propietaria que, por cierto, portaba la correa del can en la mano, evitara que este se acercara aún mas a mi, le recordé que era su obligación llevar al perro atado y la prohibición de entrar con el a donde estábamos. La mujer contestaba encadenando repetidamente los monosílabos 'lo sé, lo sé'. A todas estas el perro no se dejaba atar, ni obedecía ni paraba de ladrar, de ladrarme. Creo que repetí varias veces lo de 'es su obligación llevar al perro atado' hasta que esta joven que, evidentemente sabía lo que decía, me acusó de ser el causante del enfado del perro porque le había hablado fuerte y mal, porque el animalito no era ningún bicho para tratarle así y porque, en definitiva, había herido sus sentimientos (aquí no se muy bien si se refería a los suyos o a los del perro).
En ese momento si que no pude contenerme y, en el vano intento de sacarla de su error, le aseguré que aquello era sin lugar a dudas un bicho y que lo que me faltaba por oír es que un ser humano tuviera que tratar con tacto y deferencia a lo que no pasaba de maleducadas mascota y ama.
Mientras se alejaba en dirección contraria a la mía, con el perro al fin atado, aquella aplicada estudiante gritó, lo suficientemente alto para que muchos pudiéramos oírlo, algo relativo a las carencias de glucosa de mi cara y a lo mal finalizados que habían estado los pocos actos sexuales en los que pudiera haber participado (justo al contrario de los muchos en que habría participado mi santa madre).
Cuando me había alejado unos cincuenta metros de aquel aquelarre, sentí a mi espalda un sonido distinto al habitual. Al volverme, comprobé que se acercaban corriendo hacia mi el chucho y su dueña. Él atado, y ella todo lo contrario. Me hice a un lado. Cuando estuvo a mi altura dejó de jalear al perro, le soltó de la correa y, mientras se alejaban ambos sin dejar de correr, gritó: 'y ahora llama a la policía...'
Siento una profunda indiferencia, una absoluta carencia de interés por aquellos seres humanos que insisten en humanizar a otros animales. Así, de esta desafección, surge mi incapacidad para siquiera sentir desprecio por unos, o compasión por los otros.
Photo CC0 by Pixabay
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