sábado, 21 de enero de 2017

El tenía

El tenía las manos amargas de viejo pescador, como la arriscada pared encalada por la que corre arrastrando penumbra el perenquén. Lo mismo le arrebataba un atún a la mar agreste jalando por sus agallas que, remendaba, delicado, trasmallos imposibles de enredo y osadía.
El tenía los ojos como bañeras de agua sin sal en las que es fácil hundirse. Ojos que lloraban con espuma de costa oscura en otoño, como si al mundo le hubieran desconectado el sonido. Ojos que reían como ríe el lagarto cuando el sol se asoma al muro de piedra que es lindero de tu huerto. Pared que hace siglos el tiempo levantó para que fuera su espejo y frente a él afeitarse cada mañana, antes de dar cuerda al reloj.
El tenía los brazos grandes, y los pájaros preferían posarse en ellos a arruinar trigos y millos. Con esos brazos te llamaba y, si acudías, te abrazaba para siempre.
El tenía un pecho, sonoro y abierto a cualquier pregunta, en cuyo interior languidecía sin saberse un corazón enorme amarrado con alambres a amores imposibles. Un corazón al que alimentaban arterias sin riberas ni sauces, como barrancos, como ríos de pre escolar.
El tenía fuerte la espalda del mucho cargar sacos de café crudo, y tenía fino el olfato para saber cuándo ya estaba tostado. Con esa espalda, se apoyaba contra el tronco de un olmo a pedirle peras, a no entender por qué las manzanas se enamoraban del otro lado de la Tierra, a escribir versos malos de poeta bueno.
El tenía el alma de surfero (Locals Only), y el pelo rubio de salitre y Ocadila. Tenía las tardes de cervecita y sardina, el pantalón corto y la chancla rota de mariscar, la mañana tranquila de tarajal, el gesto suave de salir el sol.
El tenía ágil y justa la palabra. Era como estar bajo una sábana de flores, era asomarse con ojos curiosos a su embozo y sentir el cosquilleo de miles de hormigas en tu colchón de hierba fresca, era de Niro saltando por la ventana.
Hoy, como los buenos virus y los malos "realitys", hace veintiún días que murió.
Sin avisar, metió en una caja dieciséis libros, dos fotos y un disco, y se fue arrastrándola cuesta arriba camino del cementerio. Se le unieron en cortejo cuatro amigos descubiertos en aquel momento, que le acompañaron sin decir palabra, cabizbajos, contando los parches del asfalto. Al llegar al camposanto, buscó su tumba, tiró al fondo la caja y bajó a sentarse en ella. Pasado un rato, con sus famosos y enormes brazos, comenzó a arrastrar al interior de la fosa los montones de tierra que a sus costados había, y los jarrones con flores mustias y agua fétida de las tumbas vecinas, y a los cuatro desconocidos amigos, que saltaron prestos al exterior sacudiéndose lutos y raíces de violeta.
Cuando estuvo enterrado, se dedicó a morir con el mismo ímpetu con el que se había dedicado a lo contrario y la tarde quedó como un calcetín viudo, tendido solitario en la enorme azotea del invierno.
El tenía mi amistad y mi incondicional afecto y, ahora, yo me creo surgir de él como un grelo, como la raíz aérea que busca en el muy conseguido decorado del cielo la puerta sin picaporte que da a la sala de espera de un dios cansado en su inmortalidad.
Allí me siento a esperar una explicación que sé no llegará. Allí me siento a recordar lo mucho que vivimos, y lo mucho que está durando esta muerte.

Photo CC0 by sturmrocker

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