El tenía las manos
amargas de viejo pescador, como la arriscada pared encalada por la que corre
arrastrando penumbra el perenquén. Lo mismo le arrebataba un atún a la mar agreste
jalando por sus agallas que, remendaba, delicado, trasmallos imposibles de
enredo y osadía.
El tenía los ojos como
bañeras de agua sin sal en las que es fácil hundirse. Ojos que lloraban con
espuma de costa oscura en otoño, como si al mundo le hubieran desconectado el
sonido. Ojos que reían como ríe el lagarto cuando el sol se asoma al muro de
piedra que es lindero de tu huerto. Pared que hace siglos el tiempo levantó
para que fuera su espejo y frente a él afeitarse cada mañana, antes de dar
cuerda al reloj.
El tenía los brazos
grandes, y los pájaros preferían posarse en ellos a arruinar trigos y millos.
Con esos brazos te llamaba y, si acudías, te abrazaba para siempre.
El tenía un pecho,
sonoro y abierto a cualquier pregunta, en cuyo interior languidecía sin saberse
un corazón enorme amarrado con alambres a amores imposibles. Un corazón al que
alimentaban arterias sin riberas ni sauces, como barrancos, como ríos de pre
escolar.
El tenía fuerte la
espalda del mucho cargar sacos de café crudo, y tenía fino el olfato para saber
cuándo ya estaba tostado. Con esa espalda, se apoyaba contra el tronco de un
olmo a pedirle peras, a no entender por qué las manzanas se enamoraban del otro
lado de la Tierra, a escribir versos malos de poeta bueno.
El tenía el alma de
surfero (Locals Only), y el pelo rubio de salitre y Ocadila. Tenía las tardes
de cervecita y sardina, el pantalón corto y la chancla rota de mariscar, la
mañana tranquila de tarajal, el gesto suave de salir el sol.
El tenía ágil y justa la
palabra. Era como estar bajo una sábana de flores, era asomarse con ojos
curiosos a su embozo y sentir el cosquilleo de miles de hormigas en tu colchón
de hierba fresca, era de Niro saltando por la ventana.
Hoy, como los buenos
virus y los malos "realitys", hace veintiún días que murió.
Sin avisar, metió en una
caja dieciséis libros, dos fotos y un disco, y se fue arrastrándola cuesta
arriba camino del cementerio. Se le unieron en cortejo cuatro amigos
descubiertos en aquel momento, que le acompañaron sin decir palabra,
cabizbajos, contando los parches del asfalto. Al llegar al camposanto, buscó su
tumba, tiró al fondo la caja y bajó a sentarse en ella. Pasado un rato, con sus
famosos y enormes brazos, comenzó a arrastrar al interior de la fosa los
montones de tierra que a sus costados había, y los jarrones con flores mustias
y agua fétida de las tumbas vecinas, y a los cuatro desconocidos amigos, que
saltaron prestos al exterior sacudiéndose lutos y raíces de violeta.
Cuando estuvo enterrado,
se dedicó a morir con el mismo ímpetu con el que se había dedicado a lo
contrario y la tarde quedó como un calcetín viudo, tendido solitario en la
enorme azotea del invierno.
El tenía mi amistad y mi
incondicional afecto y, ahora, yo me creo surgir de él como un grelo, como la
raíz aérea que busca en el muy conseguido decorado del cielo la puerta sin
picaporte que da a la sala de espera de un dios cansado en su inmortalidad.
Allí me siento a esperar
una explicación que sé no llegará. Allí me siento a recordar lo mucho que
vivimos, y lo mucho que está durando esta muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario