Alineo con
cuidado las monedas que dejé sobre la mesa. Las de cincuenta céntimos, las de
veinte, diez, o las distintas de cinco.
Juego con
ellas un rato, como un croupier enigmático que las arrastra sobre el tablero,
incomodando rubias vertiginosas o pajaritas con licencia para volar.
Al fin,
aburrido de este juego, formo con ellas un triángulo, da igual hacia donde los
vértices, y pongo mi mano izquierda junto a ellas.
Esta mano
mía, a la luz del apantallado aplique de loneta amarilla, resulta mano vieja y
raída. Se arruga y cuesta extender, con las uñas quizá demasiado largas, y una
evidencia de maltrato en los poros. Con los tétricos huesos de asustar hombros
de incautos resaltando bajo la piel de los nudillos, como caparazón de
armadillo, unos pliegues en lo importante, como cuellos de iguana deslenguada.
En la
palma, del otro lado, busco remedio a la decepción, y solo encuentro callos de
estrujar el palo de la fregona, y unas rayas que hace años se fueron mundo
adentro, a separar montañas de pueblos con chimeneas, a congeniar sueño de
princesa con aliento de dragón.
No hace más
de veinte años, esta mano y la de enfrente, acariciaban sueños de esos que te
borran las huellas, moldeaban conjuros de esos que te convierten en príncipe
invencible en el guardarropa de las ranas.
No hace más
de veinte años, estas manos, no hubieran hecho un triángulo con las monedas
necesarias para comprar el veneno que acabará con ellas.
Tal vez,
posiblemente, hubieran hecho una estrella.
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