sábado, 11 de octubre de 2014

Monedas

Alineo con cuidado las monedas que dejé sobre la mesa. Las de cincuenta céntimos, las de veinte, diez, o las distintas de cinco.
Juego con ellas un rato, como un croupier enigmático que las arrastra sobre el tablero, incomodando rubias vertiginosas o pajaritas con licencia para volar.
Al fin, aburrido de este juego, formo con ellas un triángulo, da igual hacia donde los vértices, y pongo mi mano izquierda junto a ellas.
Esta mano mía, a la luz del apantallado aplique de loneta amarilla, resulta mano vieja y raída. Se arruga y cuesta extender, con las uñas quizá demasiado largas, y una evidencia de maltrato en los poros. Con los tétricos huesos de asustar hombros de incautos resaltando bajo la piel de los nudillos, como caparazón de armadillo, unos pliegues en lo importante, como cuellos de iguana deslenguada.
En la palma, del otro lado, busco remedio a la decepción, y solo encuentro callos de estrujar el palo de la fregona, y unas rayas que hace años se fueron mundo adentro, a separar montañas de pueblos con chimeneas, a congeniar sueño de princesa con aliento de dragón.
No hace más de veinte años, esta mano y la de enfrente, acariciaban sueños de esos que te borran las huellas, moldeaban conjuros de esos que te convierten en príncipe invencible en el guardarropa de las ranas.
No hace más de veinte años, estas manos, no hubieran hecho un triángulo con las monedas necesarias para comprar el veneno que acabará con ellas.
Tal vez, posiblemente, hubieran hecho una estrella.


Photo CC0 by Alexis

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