La cortina
serpenteaba asediada por un aire frío, incluso para esa época, que se colaba
por la ventana entreabierta. No sabía muy bien en qué fase andaría la luna,
pero brillaba lo suficiente para blanquear unas nubes esponjosas y cadavéricas
que, contra el único azul oscuro cielo que había corrían atosigadas por vientos
de idiomas remotos, y cruzaban de una esquina a otra el rectángulo de cristal
que había hecho instalar en el techo inclinado (abuhardillado decía ella) del
dormitorio, justo sobre la cama. Parecía como si el heredero de un tiempo, con
ojos de antílope aterrado, empujara al interior de una talega bolas de algodón
recién arrancado. De vez en cuando, entre nubes, en los claros de azul oscuro
brillaba por un instante una estrella, y él creía sonreír.
En ese
pueblo blasfemo casi siempre el cielo estaba cubierto de nubes, noche y día. El
no la quiso desilusionar cuando ella insistió tanto en instalar la claraboya
sobre la cama para “ver cada noche juntos las estrellas…”, ni protestó cuando
tuvieron que pasar casi dos semanas durmiendo entre el sofá y un colchón en el suelo
del salón, ni dijo nada cuando, noche tras noche, lo único que se veía a través
de aquel cristal era oscuridad.
Cuando ella
se marchó, envuelta en un taxi negro, sin volver la vista atrás y mucho menos
el pensamiento, el subió al dormitorio y se acostó boca arriba en mitad de la fría
cama, y miró fijamente el cielo gris sobre el cristal. Abajo, en la cocina, un
grifo goteaba contra el fregadero dando cuentas de ábaco del paso del tiempo,
convirtiéndose en metrónomo de la casa.
Transcurrido
un tiempo sin medida, de las puntas de sus dedos brotaron raíces que se
extendieron por el suelo de madera, de allí a los pilares de la casa, a sus
cimientos y, al final, a la tierra de la que comenzó a alimentarse. Sus otras
necesidades, simplemente desaparecieron.
De vez en
cuando apartaba la vista del techo y contemplaba el cuadro que ella pintó cuando
estudiaba en Barcelona. Era una especie de prado tachonado de violetas, sus
flores favoritas. En realidad, la pintura no era muy buena, pero era lo único
que había dejado atrás, quizá precisamente por eso.
Muchos
golpes de metrónomo después el ayuntamiento decidió que, justo bajo su cama,
debía pasar la nueva carretera que permitiría a los vecinos escapar mucho más
rápido de aquel pueblo, y envió a unos asalariados con casco blanco, chaleco
amarillo y bloc de notas azul a confirmar la viabilidad de la demolición y
comunicar la expropiación del inmueble.
Paredes,
techos y suelos, ventanas, muebles y puertas. Todo estaba cubierto de una nudosa
manta de raíces, como un manglar, como un pantano surgido de los lápices de
Rick Veitch. Hubo habitaciones a las que hubo que entrar abriéndose paso a
golpe de improvisado machete, como a la cocina, en la que un grifo que goteaba
había horadado la loza del fregadero y el agua caía sobre las raíces del suelo,
verdeadas.
Subiendo
por la ahora amazónica escalera, arriba, en el dormitorio principal y sobre un
tálamo de raíces que se erguía bajo una claraboya, en su centro, una diminuta
violeta se alzaba desafiante. Una flor desvalida y triste, como una mente sin
juicio, con su amarillo ojo mirando al cielo del otro lado del cristal, un cielo
que, como casi siempre en ese blasfemo pueblo, estaba cubierto de nubes, noche
y día.
Tres meses
después la casa fue derribada y sus escombros amontonados. La noche del día de
la demolición, bajo un cielo limpio y sin luna brillaron atronadores millones
de estrellas, y las violetas de una acuarela abrieron antes del alba sus
pétalos, y creyeron sonreír.
Photo CC0 by Pansyfun
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