miércoles, 13 de agosto de 2014

Historia de amor sin estrellas


La cortina serpenteaba asediada por un aire frío, incluso para esa época, que se colaba por la ventana entreabierta. No sabía muy bien en qué fase andaría la luna, pero brillaba lo suficiente para blanquear unas nubes esponjosas y cadavéricas que, contra el único azul oscuro cielo que había corrían atosigadas por vientos de idiomas remotos, y cruzaban de una esquina a otra el rectángulo de cristal que había hecho instalar en el techo inclinado (abuhardillado decía ella) del dormitorio, justo sobre la cama. Parecía como si el heredero de un tiempo, con ojos de antílope aterrado, empujara al interior de una talega bolas de algodón recién arrancado. De vez en cuando, entre nubes, en los claros de azul oscuro brillaba por un instante una estrella, y él creía sonreír.
En ese pueblo blasfemo casi siempre el cielo estaba cubierto de nubes, noche y día. El no la quiso desilusionar cuando ella insistió tanto en instalar la claraboya sobre la cama para “ver cada noche juntos las estrellas…”, ni protestó cuando tuvieron que pasar casi dos semanas durmiendo entre el sofá y un colchón en el suelo del salón, ni dijo nada cuando, noche tras noche, lo único que se veía a través de aquel cristal era oscuridad.
Cuando ella se marchó, envuelta en un taxi negro, sin volver la vista atrás y mucho menos el pensamiento, el subió al dormitorio y se acostó boca arriba en mitad de la fría cama, y miró fijamente el cielo gris sobre el cristal. Abajo, en la cocina, un grifo goteaba contra el fregadero dando cuentas de ábaco del paso del tiempo, convirtiéndose en metrónomo de la casa.
Transcurrido un tiempo sin medida, de las puntas de sus dedos brotaron raíces que se extendieron por el suelo de madera, de allí a los pilares de la casa, a sus cimientos y, al final, a la tierra de la que comenzó a alimentarse. Sus otras necesidades, simplemente desaparecieron.
De vez en cuando apartaba la vista del techo y contemplaba el cuadro que ella pintó cuando estudiaba en Barcelona. Era una especie de prado tachonado de violetas, sus flores favoritas. En realidad, la pintura no era muy buena, pero era lo único que había dejado atrás, quizá precisamente por eso.
Muchos golpes de metrónomo después el ayuntamiento decidió que, justo bajo su cama, debía pasar la nueva carretera que permitiría a los vecinos escapar mucho más rápido de aquel pueblo, y envió a unos asalariados con casco blanco, chaleco amarillo y bloc de notas azul a confirmar la viabilidad de la demolición y comunicar la expropiación del inmueble.
Paredes, techos y suelos, ventanas, muebles y puertas. Todo estaba cubierto de una nudosa manta de raíces, como un manglar, como un pantano surgido de los lápices de Rick Veitch. Hubo habitaciones a las que hubo que entrar abriéndose paso a golpe de improvisado machete, como a la cocina, en la que un grifo que goteaba había horadado la loza del fregadero y el agua caía sobre las raíces del suelo, verdeadas.
Subiendo por la ahora amazónica escalera, arriba, en el dormitorio principal y sobre un tálamo de raíces que se erguía bajo una claraboya, en su centro, una diminuta violeta se alzaba desafiante. Una flor desvalida y triste, como una mente sin juicio, con su amarillo ojo mirando al cielo del otro lado del cristal, un cielo que, como casi siempre en ese blasfemo pueblo, estaba cubierto de nubes, noche y día.
Tres meses después la casa fue derribada y sus escombros amontonados. La noche del día de la demolición, bajo un cielo limpio y sin luna brillaron atronadores millones de estrellas, y las violetas de una acuarela abrieron antes del alba sus pétalos, y creyeron sonreír.


Photo CC0 by Pansyfun




No hay comentarios:

Publicar un comentario