Hace muchos, muchos años yo tuve un camión de madera o, mejor dicho, yo me hice un camión de madera.
El artefacto consistía en un montón de tablas con cuatro ruedas de plástico, pasadores, alambre y un palo de escobillón. Y listo, con poco mas ya teníamos una cabeza tractora con remolque articulado. Las ruedas las conseguí en el cementerio de los camiones de plástico amarillo que se alzaba en la colina de los juguetes rotos de reyes pasados. Este prodigio de ingeniería lo había copiado de los camiones idénticos con los que otros chiquillos del barrio jugaban en la calle, bajo mi ventana, bajo nuestro balcón.
Mi padre me explicó como cortar las tablas de una caja de bacalao noruego que bostezaba en la despensa (la caja, no el bacalao), como unirlas con clavos y como pintarlas. Después me prestó un serrucho, un martillo, clavos, una brocha y un bote con restos de pintura azul. Así es que serré con cuidadito que te cortas, clavé con cuidadito que te majas un dedo, y pinté con cuidadito que lo dejas todo hecho un asco.
Y con mi camión pasaba todo el tiempo que la escuela o la estupidez de mis hermanos me permitía. Pasillo arriba y pasillo abajo, transportando en el chirriante y azul entretenimiento juguetes, trastos míos y ajenos, fruta o al gato.
Unos días después se soltó la tabla que hacía de puerta trasera y con el martillo de papá y dos clavos me fui a sentar al balcón para repararlo. El segundo golpe de martillo cayó sobre mi dedo pulgar ignorando por completo la cabeza del clavo. No fue tanto el dolor por el golpe si no la conciencia del peso de mi frustración, las voces de los otros niños jugando en la calle con sus camiones, la extraña y precoz angustia de mi mismo lo que hizo salir de mi garganta el grito, el chillido estridente, agudo y desmedido que paró el tráfico en la calle, sacó a los vecinos de sus casas, dirigió mil ojos hacia el balcón de casa e hizo aparecer a mi madre, mas blanca que el paño de cocina con el que se secaba las manos.
Mamá acudió al timbre de la puerta a tranquilizar inquietos y rogar disculpas a ofendidos, que de todo hubo.
Esa noche, cuando papá llegó de trabajar, yo le esperaba sentado en mi habitación. Oí como mamá le explicaba en la cocina lo ocurrido y como se acercaba después hasta mi puerta. Se quedó allí parado. No dijo nada. Solo me miró con unos ojos cansados que preguntaban.
Meses después se respondieron las preguntas cuando una enfermedad de nombre impronunciable me quitó la vida. Fue una de esas cosas "de repente". Solo se que aquella enfermedad me pidió prestado el aire con el que respiraba y no me lo devolvió mas, quitándome para siempre las ganas de jugar.
La tarde del entierro sorprendí a mi padre sentado a los pies de mi cama, empujando adelante y atrás mi camión de madera, con los ojos perdidos en el dibujo de las baldosas. Cuando comprendí que ni me veía, ni volvería a verme jamás, me senté a su lado y empece a soplarme el dedo pulgar martillado que, de repente, había comenzado a doler, y mucho.
Photo CC0 by DUrban
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