Ella sabe que nació para escribir. Del mismo modo que las demás abejas conocen con exactitud el para que vinieron a este mundo.
Su diaria contrariedad asoma cuando comprueba que, ni escribe, ni hace lo que a las demás abejas mantiene atareadas.
Es tan consciente de su cometido, como del hecho de que jamás conseguirá posarse en una flor.
Pobre abejita sin alas,
huérfana de zumbido,
desheredada de vaivén,
que se sienta a la puerta del panal y desde allí observa el afán de sus semejantes.
Mientras tanto, el mundo eclosiona en una orgía de semillas dulces y amarillas lluvias de fecundidad. La vida se abre paso como un hurón en la madriguera y todos los colores, olores, sabores y ruidos hablan de un deseo hambriento por generar vida nueva.
Es entonces cuando, en el interior del universo, el mecanismo que lo rige hace girar la rueda hasta que encaja un nuevo diente. Con un estruendo mudo de mecanismo colosal e inverosímil se preña la vida.
Ella regresa al interior del panal con la caída la tarde, sabiendo que nació para escribir.
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