De lunes a
sábado, te levantas temprano. Con un suspiro ahogado te incorporas
y te quedas un instante sentado al borde de tu lado de la cama. Cada una de
esas mañanas sigues el ritual que te has impuesto y miras los verdes
números del reloj, formados por alargadas puntas dobles de lápiz fluorescente,
para luego calzarte tus chanclas azules. Jamás te he visto
usar zapatillas, ni pijama.
Con un leve
balanceo tomas el impulso necesario y te pones en pie, camino del baño.
Aprovechas el paseo para acomodarte el calzoncillo y su contenido. Desde el
baño te oigo murmurar alguna obscenidad. Debo haber dejado algo mal puesto. O has echado en falta un tirar de cadena, o sabe dios que...
Me llega el
reflejo de la luz de la cocina y oigo el chasquido del encendedor. Primer café
y cigarro.
Vuelves al
dormitorio, coges tu ropa del respaldo de la silla, o del armario, y te vistes
ante el espejo vertical. En penumbra, como siempre. Solo se oyen tu respiración
y la de algún coche que pasa de largo bajo la ventana, con ese sonido de acercarse
y alejarse que solo tienen los coches y algunas personas poco corrientes.
Siete y
media de la mañana en los lápices verdes. Te vas, como siempre.
Yo me quedo
en la cama. No saldré de ella hasta que la luz del otro lado del cristal
consume el hacer visibles las ondas del visillo, hasta que los vecinos
arrastren de la mano rumbo al coche a sus pequeños aprendices de ciudadano
modelo y el martilleo de la ciudad rascándose una entrepierna de lengua
pastosa no se haga insufrible, obligándome a claudicar.
Yo me quedo
en la cama, acunando la ensoñación, cepillando la larga cabellera del recuerdo
de cuando tu y yo éramos menos prudentes, de cuando hicimos frente a lo que
parecían altas torres y el tiempo redujo a simples garitas, casi siempre
vacías; de cuando nos reíamos en la cara de la cara que ponían quienes ni
aceptaban, ni ignoraban, de los que nos auguraban seis meses juntos entre
ignominia y terribles escenas de purgatorio.
Yo me quedo
en la cama. Revuelvo mentalmente el cajón de tu ropa interior y tus
relojes, la percha con tus camisas, tu espuma de afeitar y ese frasquito de
colonia tuya tan buena, y tan cara. Me quedo en la cama como quien se tumba en
la orilla de una playa infestada de aguavivas, y recuerdo el tiempo en que
compartir cama era tan solo una de nuestras muchas aventuras diarias. Lo
recuerdo sin rencor ni desesperanza, lo recuerdo porque forma parte de mi, y de
ti. Y porque quiero recordar a diario.
También porque, a
pesar de toda esta solera de mierda con la que el tiempo ha embadurnado nuestra
vida, todavía me quedan los domingos. Y los domingos tu ritual es otro, y te
quedas hasta tarde en la cama. Los domingos yo puedo dar la espalda a la luz
sobre el visillo y al fluorescente aviso de nuestra levedad. Los domingos puedo pasar
horas contemplando los tics de tu cara, el movimiento de tus ojos bajo los
párpados cerrados, el rítmico devenir de tu pecho en vida como si lo tuvieras
lleno de flores, avispas o tamboriles. Así hasta que abres los ojos y
encuentras lo que quieres ver, que aún son los míos.
Me quedan
los domingos para ponerme en paz conmigo. Porque los domingos yo, pero esta vez
contigo, me quedo en la cama, despierto.
Photo CC0 by josemdelaa
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