El aspirante a repetir
como alcalde dio por terminado su mitin, y arrancó la verbena con su orquesta.
El bar estaba casi vacío, pedí otro innoble trago de aquello que el camarero
llamaba güisqui. A mi espalda tintineó la cortina de cadenilla, y entraste tu
llevando de la mano mi futuro.
El aliento de aquel
sitio se detuvo, contuvo la respiración como el aire que hay tras las ventanas
de guillotina, ajusticiando atardeceres. Sorprendido, como un gato al que en
mitad de su noche de ronda se le encienden de improviso las farolas, te adiviné.
Esperé sin volverme.
Te sentaste a mi lado,
hermosa como una virgen antigua; señalando mi vaso pediste otro de lo mismo, hablamos
del tiempo, de su paso, del clima… Hablamos de casi todo y de muchas otras
cosas de no recordar. En la radio alguien cantaba bienes de amores, tristes y
bellos, como pueblos blancos lejos del mar.
Se leían en las líneas
de tus manos las muchas cartas de recomendación de las vidas que traías en la
sonrisa. Cuando tus ojos chisporroteaban pequeñas dulzuras brillantes de
bengala, el mundo se llenaba de olor a pan en lunes hambrientos. Entonces yo
aún tenía edad de preguntar estupideces y me pregunté por qué la vida no nos
prepara para el dolor o el placer, para los encuentros con las irremisibles
despedidas.
Nos envolvió la urgencia
de un aroma a sexo inmediato. El camarero, que se dio cuenta, no paraba de
pasar la bayeta sobre la barra que ocupábamos obligándonos a levantar las
copas, tragando ansioso el olor que desprendían nuestros movimientos. Salimos.
Atravesamos la plaza cogidos por la cintura, conscientes del revuelo de pájaros
dormidos que causábamos, ajenos a la lluvia que comenzaba a caer despintando
carteles con la cara del alcalde, arruinando saxofones, presagiando bares
calientes y camas templadas.
Bajo el puente nos
refugiamos, en la oscuridad del interior de sus ojos, por donde antes corría el
barranco en invierno y hoy la ciudad mira a un mar intenso salpicado de la espuma
que regalan los alisios. Nos hicimos de amor a sorbos, sincronizando nuestros
ahogos. Nos amamos de pie, como los fusilados aman la vida antes de que el estruendo
convierta la noche en día. Entré en ti como en los surcos de un dios de vinilo,
suplicando que aquello no tuviera fin, que el tiempo me diera un desierto
entero y su reloj.
Pero el tiempo, egoísta,
pasó sin regalo. Jamás volvimos a vernos, el agua buscó otros barrancos y, en
los bares continuaron pasando agotadas bayetas sobre solitarias barras. Pasaron
también los años y vivimos sin reconocernos. A mí, el pan dejó de calmarme los
lunes.
Photo CC0 by Burak K
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