lunes, 14 de julio de 2014

Historia de amor sin después


El aspirante a repetir como alcalde dio por terminado su mitin, y arrancó la verbena con su orquesta. El bar estaba casi vacío, pedí otro innoble trago de aquello que el camarero llamaba güisqui. A mi espalda tintineó la cortina de cadenilla, y entraste tu llevando de la mano mi futuro.
El aliento de aquel sitio se detuvo, contuvo la respiración como el aire que hay tras las ventanas de guillotina, ajusticiando atardeceres. Sorprendido, como un gato al que en mitad de su noche de ronda se le encienden de improviso las farolas, te adiviné. Esperé sin volverme.
Te sentaste a mi lado, hermosa como una virgen antigua; señalando mi vaso pediste otro de lo mismo, hablamos del tiempo, de su paso, del clima… Hablamos de casi todo y de muchas otras cosas de no recordar. En la radio alguien cantaba bienes de amores, tristes y bellos, como pueblos blancos lejos del mar.
Se leían en las líneas de tus manos las muchas cartas de recomendación de las vidas que traías en la sonrisa. Cuando tus ojos chisporroteaban pequeñas dulzuras brillantes de bengala, el mundo se llenaba de olor a pan en lunes hambrientos. Entonces yo aún tenía edad de preguntar estupideces y me pregunté por qué la vida no nos prepara para el dolor o el placer, para los encuentros con las irremisibles despedidas.
Nos envolvió la urgencia de un aroma a sexo inmediato. El camarero, que se dio cuenta, no paraba de pasar la bayeta sobre la barra que ocupábamos obligándonos a levantar las copas, tragando ansioso el olor que desprendían nuestros movimientos. Salimos. Atravesamos la plaza cogidos por la cintura, conscientes del revuelo de pájaros dormidos que causábamos, ajenos a la lluvia que comenzaba a caer despintando carteles con la cara del alcalde, arruinando saxofones, presagiando bares calientes y camas templadas.
Bajo el puente nos refugiamos, en la oscuridad del interior de sus ojos, por donde antes corría el barranco en invierno y hoy la ciudad mira a un mar intenso salpicado de la espuma que regalan los alisios. Nos hicimos de amor a sorbos, sincronizando nuestros ahogos. Nos amamos de pie, como los fusilados aman la vida antes de que el estruendo convierta la noche en día. Entré en ti como en los surcos de un dios de vinilo, suplicando que aquello no tuviera fin, que el tiempo me diera un desierto entero y su reloj.
Pero el tiempo, egoísta, pasó sin regalo. Jamás volvimos a vernos, el agua buscó otros barrancos y, en los bares continuaron pasando agotadas bayetas sobre solitarias barras. Pasaron también los años y vivimos sin reconocernos. A mí, el pan dejó de calmarme los lunes.



Photo CC0 by Burak K

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