Curioso comprobar la nitidez del recuerdo. Aquello que escribí con quince años, el cuidado con el que plegué y envié en un sobre ribeteado de franjas azules y rojas la cuartilla manuscrita. El asombrado y secreto orgullo de verlo publicado el domingo siguiente en las cartas al director del periódico local y, en cambio, no ser capaz de recordar que motivó (si es que motivo hubo) el poner a mis hijos el nombre por el que los llamo.
No deja de sorprenderme a diario este cotidiano afán nuestro por seguir adelante, como si al ser humano se le hubiera concedido la facultad de acotar bendiciones y, a un tiempo, el no ser capaz de poner frontera a lo maldito.
Continuamos arrastrando nuestro arado de grandezas, forjado en la fragua de
lo mezquino, mientras azotamos la yunta de la costumbre.
Peinamos a diario el mundo y su incertidumbre, perfectos surcos en su
imperfección, canales aprendidos por un correr de lágrimas y sangre. Propias y
ajenas.
Me reconozco tan distinto a lo que quise, a lo que creí ser, y a un tiempo tan
indiferente a una y otra circunstancia. Este provisional ejercicio de gozo y
dolor es el que lleva las riendas. Ni siquiera todas las cicatrices que el
dolor ha dejado en nuestro arar son capaces de evitarnos un cambio de marcha cuando
al bocado obedecemos. Tira de nuestro ser, como preámbulo de la amenazante
fusta del tiempo.
Curioso el devenir de lo que nos pasa. Sinuoso el camino que ha recorrido
lo que sucede con respecto a nosotros y nos hace, nos da la medida de lo que
pensamos, la apariencia de lo que sentimos, lo que somos o pretendimos ser.
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