Arrastro una pena pesada
y blanda, como una de esas largas y espesas capas de terciopelo rojo y blanco
armiño de las coronaciones buenas y de los malos aspirantes a dictador.
Es un rítmico golpe, una
clase de angustia que me arrasa en suspiros y me encola de una melancolía
amarilla, de ese amarillo absurdo y estridente de algunas gafas que he visto en
películas de sobremesa. Es una aguja brillante y amenazadora, que se sitúa en
el límite exacto en el que acaba de expandirse el músculo de latir para
punzarlo levemente. Herir sin lacerar, doler sin extinguir.
Conozco con desdichada
exactitud el motivo de esta queja, pero ni lo pienso, ni lo digo, ni lo
escribo. No pretendo generar compasión, aunque me encantaría, pero tampoco me
atrae la idea de que todo este sentimiento atroz me devore sin, al menos, algo
de lucha por mi parte. Desde hace tiempo mis únicas armas, mi único escudo es
este rincón y el saber que otros ojos también seguirán el zigzag de estas
líneas.
Lo que podría ser
cómico, si no me desbaratara el ánimo sin cortesía como lo hace, es que lo peor
está por llegar. Todo este desaliño del espíritu, tan bien acompañado por el
descuido del cuerpo y la palabra, junto al descrédito del clima, no es mas que
preámbulo de lo presentido, es la vuelta de calentamiento de lo que fue
barrunto y hoy es amenaza certera que se acerca a toda prisa.
No hay adonde huir, no
existe rincón oscuro en que desaparecer, las fortalezas se conforman con contar
las piedras caídas de sus antaño inexpugnables límites. Mientras, yo vago
huraño entre incontrolados arrebatos de impotencia, rumiando mi suerte y maldiciendo
mis decisiones, esperando, viéndolas venir, mohíno o violento. Apagado,
estéril, cruel.
No hay tampoco modo de
pelear. La naturaleza del mal me impide la lucha, y esa es la mayor de sus
indignidades. Ni siquiera te permite defensa, rebosa el vaso de la frustración.
Los pocos ratos de
calma, los preciados momentos en los que el corazón, anestesiado por lo
cotidiano, me concede unos minutos conmigo mismo, los dedico a recordarte e
imaginar que, contigo, quizá mi vida hoy sería mejor. O mi pena distinta.
Ese dolor constante de la añoranza...
ResponderEliminarMuy bonito texto!
Un saludo!
Muchísimas gracias. Saludos de vuelta.
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