miércoles, 21 de octubre de 2020

Añoranza

Lo que daría porque entraras de nuevo en mi corriendo, abriendo ventanas y cajones, dejando las luces encendidas y a las lámparas exhaustas de risa. 

Que no daría por sentir de nuevo aquella urgencia, aquel desbocado anhelo por el reencuentro. Ofrecerte dócil las riendas, como ayer. Como siempre.

Que ganas de volver a tener necesidad de ti. Que añoranza de los preparativos. Magua del ensayo de besos, añoranza en el barrunto de pieles erizadas. Melancolía del día nuevo.

¿A que no volviera el tiempo en que te amé? ¿Que fue de aquella emoción sin medida, de las horas en quebranto, del aire en el encuentro con tu boca?

Lo que daría por volver a aquella tarde en que dije adiós y quemar mis palabras en tu pecho, muriendo dulce en el privilegio de tu piel.


Photo CC0 by anncapictures

jueves, 25 de junio de 2020

Como niño

De las campanas nones, en las horas pares, brota el limo que cura creyentes. Mientras, un aventador de salmos recoge almas desde los bancos del templo.

Vuelve el tiempo sereno y, con el, la dicha de caer rendido donde velará tu sueño un perenquén y el pagaluz aireará la bombilla que nadie recuerda.

Con mi mejor traje, este domingo arrastro una silla hasta la tierra de mis mayores. Allí me siento, por ver como la maleza ahoga al tiempo.

La tierra de mi infancia comenzó a escribirme cartas cuando cumplí seis años. Ahora, no se como desatar la cinta que une los sobres sin abrir.

Dedicaré lo que me queda de luz a volver al tiempo de mis padres. Allí, me dejaré llevar como el niño que todo lo tiene resuelto. Como niño.



Photo CC0 by WenPhotos

domingo, 7 de junio de 2020

Respeto


Ayer fue el cumpleaños de uno de mis vecinos. Aprovecho para desearle mucha felicidad y suerte en la vida (que le van a hacer falta).
Ante tal acontecimiento decidió, como no, celebrar una fiesta en su casa. Como cada año, se aprovisionó de carnes, vinos y espirituosos en abundancia. Encendió la barbacoa ahumando las sábanas tendidas en los patios y azoteas colindantes, e invitó, como cada año, a unos quince o veinte amigos. Lo malo es que vinieron.
Aparentemente, en ese nutrido grupo de personas, nadie había oído hablar de estados de alarma, de mascarillas, higiene de manos o distancia social. Nadie vio el telediario que anunciaba veintiocho mil muertos, sanitarios exhaustos, cajones con abuelos sin despedida saliendo de las residencias camino del crematorio. Nadie.
Hacía calor, ya no te paran por carretera para preguntarte donde vas y, que coño, es mi cumpleaños.
A las dos de la tarde no había donde aparcar en varias calles a la redonda. A las seis de la tarde, los dos monótonos acordes de guitarra rasgados hasta la saciedad y el griterío de rancheras era molesto, pero soportable.
Cuando a la una de la mañana de hoy comenzaron a destrozar las de don Manuel Escobar, uno (es decir, yo) se cuestionaba si valdría la pena acercarse hasta su puerta y preguntar si la intención era acabar con el stock de Tranquimazin de todos los botiquines cercanos o, por el contrario, sería mejor no intentar razonar con un gañan terraplanista y sin mascarilla de los de con Franco se vivía mejor que a esas horas contendría ya, al menos, veintitrés vasos de vino.
Punto de inflexión fue cuando, a las tres de la mañana, atacaron el repertorio de Nino Bravo. Al esperado destrozo se unió una voz femenina, digámoslo así, cuya propietaria parecía haber decidido que ya tenía suficiente Malibú con Seven-Up en su interior como para conseguir gritar con una voz mas estridente y por ende molesta que las de sus compañeros de orfeón. En ese momento estuve a punto de abrazar la convicción de que, lo coherente, era marcar cualquiera de los dos números de teléfono que empiezan por cero y que el insomnio forzado y la indignación me venían recordando desde medianoche.
Pero lo coherente no siempre es lo adecuado. Vivimos en un pueblo. Todos nos conocemos. Ignoro el grado de confidencialidad de una denuncia telefónica. Ya no tengo edad para utopías ni pósters del Che en las paredes. Se me acabaron las ganas de pelear, aguantar cuchicheos a mi paso o Picassos con clavos sobre el capó del coche… En definitiva, que me acojoné y tragué con lo que el mundo me aplastaba. Como muchos otros.
En esto, cuando las campanas de la iglesia anunciaban las cuatro de la mañana, marcharon los celebrantes henchidos de gozo y estruendo, dibujando unas eses que no hubiera aguantado cualquier alcoholímetro, a tomar posesión de sus automóviles e ir a joder a otros pero, esta vez, no a base de indignación y desvelo, sino con el mullido policarbonato de sus parachoques.
Cuando el vaho avinagrado del sueño los saque de sus cuevas, se calzarán sus botas de policía de balcón e irán a verter su odio sobre lo que ignoran, mientras critican a un gobierno que hace lo que puede y aplauden a unos sanitarios a los que no respetan.


Photo CC0 by Daria Shevtsova

domingo, 3 de mayo de 2020

Primer domingo de mayo

Camino de casa, tras atender a las gallinas, el trigo ya está alto en las huertas que rodean la escuela. La escuela para doce chiquillos, los que en el pueblo hay, y para una maestra sola que sabe mucho y de todo. Puede ver el pequeño edificio al que ella también fue a aprender letras y números. Los números le gustaban mucho, hacer cuentas. Sobre todo las divisiones, por dos, por tres, por cinco... Doña Etelvina le decía que se le daban muy bien, que no dejara de practicar. Hace algunos años que las tiene abandonadas pero no las olvida y, siempre que está tranquila, las va haciendo de cabeza.
Termina de ajustarse la mantilla, coge el misal romano que le regalo papá por su primera comunión, se pone los zapatos de domingo con su medio tacón discreto, se ajusta la falda del traje chaqueta verde claro que tanto le gusta y sale a la empedrada calle justo cuando comienza a llamar la campana de la iglesia. Sabe que su madre observa como se aleja calle abajo, tras el visillo de la ventana del comedor.
Pasa por delante de la centralita de teléfonos y, sin cruzar de la puerta siempre abierta, saluda a Luisa que inserta una clavija en el panel de madera y baquelita. Al llegar a la plaza, se dirige directamente a la mesa del bar donde papá juega al domino, da los buenos días a todos y besa a su padre que gruñe un vas a llegar tarde. Entra a la iglesia y se sienta en el tercer banco, como cada domingo.
Mientras don Cristóbal desgrana su letanía ella hace divisiones y piensa en que, a las cinco, irá a pasear con el bagañete que desde hace dos meses pidió permiso a su padre para enamorar. Y piensa también en lo rápido que se dividen los domingos.
De vuelta a casa pasa junto a la cuadra donde espanta moscas el burro que, siendo aún niña, le mordió en un brazo durante una de aquellas escapadas a por leña al vecino Llano Negro. Instintivamente, se aleja de la cerca.
Tras ayudar a mamá con las comidas, hoy en la pensión hay dos huéspedes, come algo rápido en la cocina y marcha un rato a soñar en el columpio que cuelga de una rama del nisperero del patio.
Tras el aseo, vuelve a su vestido verde con los dorados botones de la chaqueta cruzada. Benito, puntual, llama a la puerta a las cinco. Le abre su futuro suegro, don Manuel, que observa su traje claro y su corbata negra antes de decir: pase, tomemos café.
Mas tarde, en un banco de la plaza, bien a la vista de todos, aquel hombre joven y bien plantado le habla de Cádiz, del Juan Sebastián Elcano, de la Escuela de Comercio, de montar una panadería en Los Llanos o, por que no, hasta un supermercado en Santa Cruz. Ella asiente porque hace rato que dejo de hacer divisiones de cabeza y solo piensa en salir de aquel pueblo y darse de bruces contra la risa de los sitios, de las cosas y la gente nueva...
Sesenta años después, pasa sus días, como este primer domingo de un mayo destemplado, contemplando paisajes que no reconoce de lugares en los que no está segura de estar, intentando sumar lo que intuye que le resta.
Y no le salen las cuentas. 


miércoles, 15 de abril de 2020

Tanto tiempo

No hace tanto tiempo que espesábamos con esmero el aire de aquel dormitorio prestado, en aquella casa cedida y alumbrada de plantas recién bañadas.
No hace tanto tiempo que el contorno de tu cuerpo calmo a mi lado era toda la geografía que necesitaba, el aire de tu boca dormida mi aire y el latir de tu pecho mi mapa.
No hace tanto tiempo que en la ventana, del lado de las farolas, vivía un frío celoso y, adentro, un húmedo calor apasionado acunaba donde tu gemir.
No hace tanto tiempo, nos necesitamos tanto y de tal modo que nos hicimos costumbre. El nuevo día, cada día, nos abofeteaba con candiles de descubrimiento y paladar.
Y no hace tanto tiempo al fin que, mientras dormías, yo soñaba con morir recordando sin presentir que te recordaría ahora, a solas con el tiempo.


Photo CC0 by hjrivas

Casa de luna

Los inviernos, uno tras otro, minan por igual mi cuerpo y la casa de luna y muerte. Los inviernos y la casa, las primaveras tristes y los otoños sombríos. Ambos sabemos que tu recuerdo me seguiría a cualquier rincón del mundo.
Entonces, ¿a que este clausurar de puertas y ventanas; para que aventar ajuares o dilapidar recuerdos? Ya la ausencia de tu carne es mi heredad.
Las abejas de la renuncia saben bien como contentar a su reina. Insistamos pues.
Año tras año las colmenas del cobertizo, los pilares del sótano y la claridad de mi entendimiento menguan. Todo nos lleva a ti.
Pronto nos entregaremos al arrebato del viento y los recuerdos con los que abofetea. El rocío dará de beber a nuestra alondra.


Photo CC0 by Waylin

jueves, 19 de marzo de 2020

Supongo

Recuerdo, y no me inquieta demasiado el por qué, la mañana de un domingo en que fuimos a celebrar el acto de graduación de uno de mis hermanos. Aunque supongo que, más bien, fuimos a acompañarle en su alivio. Y en el de mis padres. Y también por dejarnos ver, supongo.
Todo eso del legítimo orgullo y la satisfacción, se lo cedo con gusto a quien le resulte útil.
Mi padre con corbata, mi madre recién salida de la peluquería y yo, con las manos en los bolsillos, atravesamos el césped que conducía en un leve ascenso al brillante trabajo de cantería que satisfacía a la escalinata. Era la Facultad de algo serio y enjuto de letras. Aula Magna de discurso y diplomática orla. Y era un Campus bonito. Verde. Colonial.
Y lo recuerdo, supongo, porque ese mismo césped y la pulida piedra de los escalones habían sido cómplices no hacía tantas noches, de mi primer encuentro con lo más palpable del amor. Cuando uno (por fin) comprende que lo de Platón es pura necesidad y se entrega a la brutal certeza de un vello púbico, es cuando a un tiempo comprende que todo tiene sentido. Que lo blando es cómodo y lo duro, casi siempre útil.
La ciudad coqueta, la juventud a borbotones, los bares calentitos y el vino tibio. El amor doblando esquinas, guitarras y abrigos gastados. Botas de agua, agua en el cielo y bajo el suelo de mi Laguna amantísima, que por tal siempre la he tenido. Añorada para mi desventura. Tantos libros, tanta impostura. Tanto desear convicción, para acabar suponiendo.
Recuerdo, supongo, porque extraño. Y tanto extrañar supongo que aplasta y oxida vanas conjeturas.
Yo, que ahora sería incapaz de buscar la hebilla de un cinturón a tientas sin poner una mantita antes sobre el césped. Yo, que ya no sería capaz de pescar garabatos en la comisura de según que labios.Yo, que ya no piso un bar ni por penitencia, que enfrío el vino, despliego esquinas por aligerar, tengo cadenita en la puerta y jamás aprendí guitarra. Ese yo, recordó hoy la mañana de un domingo.
Hoy la ciudad ya no es coqueta, y ya no queda nadie por graduarse o, al menos, eso supongo.


Photo CC0 by Kaboompics

jueves, 20 de febrero de 2020

Ebanista

Es el más umbrío rincón de la cueva en que al cabo añejo mi vida. Allí es donde unto esa vida de brea, brocha a brocha de gris raigambre. Allí también crece, feliz y sana, la enredadera del deseo. A las puertas de esta gruta, al amparo de los que vuelan con el ocaso y junto a aliños de seta, planto a diario mi banco de trabajo.
En la cueva afilo mis formones, ordeno mis cepillos, acaricio barrenas y me adentro en la marquetería de tu corazón. Virutas tiernas en el sutil encaje de tu atención. Es así como, de noche, a la luz de la vela que dejaste a medias, tallo tu sombra en el marco oscuro de cristal claro. Y así es como te me apareces contra los espejos enteros de cuerpo entero y presente. Mientras, yo lamo tu ausencia en el filo de las gubias.


Pho CC0 by music4life

viernes, 24 de enero de 2020

Del otro lado de la cumbre

Con la mañana aún en el nacedero emprendes el camino que lleva a la empinada cuesta, despertando gallos con tu vara de barbusano.
Cuando el sol primero anaranja las hojas del tilo ya vas por mitad del empedrado ascenso. La luz hace perlas en tu sudor, nubes de tu jadeo.
Al llegar a la fuente que regala vida a las otras fuentes, los otros abrevaderos, lavaderos, fielatos y mentideros, te echas a pescar resuello sobre la hoja del blando suelo.
Bajo el velo de la mocanera y a su sombra, te refrescas en el agua ancestral de los primeros pastores de esta cumbre, y reemprendes el afán por coronar.
Llegando a la cumbre de pinos solos y gazapos huidizos, contemplas el valle y comprendes por que vendió tan cara su vida el Mencey.
Tras los higos pasados y el aún fresco vino blanco con que echas la mañana, comienzas el descenso. El alisio ya te trae salitre al gusto.
Paso a paso, el brezo muda en tabaiba. Tu te calas la sombrera de sol alto y silbas coplas de abuelo, camino de la mar, del otro lado de la cumbre, camino de tu vida.




sábado, 11 de enero de 2020

Cristina

Contra el espejo negro del aljibe que amamanta la atarjea, se refleja una inaudita luna entera, amarilla y picada de viruelas. Es el primer mes del último año de los veinte primeros.
Apoyada en el recuerdo, resuena una copla en su voz clara de falsete y temblor actuado, tintinean unos pendientes, se escurren unas monedas sobre el plato del café y te arrastra el vértigo de un mantel a cuadros, con sus cortinas, y sus estolas, y servilletas, y cenefas... 
Tras la caseta de la leña, traquetea el pedal de la máquina que no cose sola. Las ñameras invierten en muros de piedra y la mar te recuerda lo que es suyo retumbando en El Roncador.
Un lagarto picotea los higos sembrados al sol de una azotea, y ella hace visera con la mano mientras sigue la maniobra del barco que se arrima quedo, a vomitar turistas, abastos y memoria.
De nuevo entre un revuelo de chiquillos y geranios, déjeme hacerle una trenza, madre, que parece que viene viento.
Hoy ha caído entera la tarde y ella se sienta sola en el mirador. A su espalda, un cuervo la tutea, y frente a ella, ahora si, se extiende un infinito mar que la espera, y la acuna.