Camino de casa, tras atender a las gallinas, el trigo ya está alto en las huertas que rodean la escuela. La escuela para doce chiquillos, los que en el pueblo hay, y para una maestra sola que sabe mucho y de todo. Puede ver el pequeño edificio al que ella también fue a aprender letras y números. Los números le gustaban mucho, hacer cuentas. Sobre todo las divisiones, por dos, por tres, por cinco... Doña Etelvina le decía que se le daban muy bien, que no dejara de practicar. Hace algunos años que las tiene abandonadas pero no las olvida y, siempre que está tranquila, las va haciendo de cabeza.
Termina de ajustarse la mantilla, coge el misal romano que le regalo papá por su primera comunión, se pone los zapatos de domingo con su medio tacón discreto, se ajusta la falda del traje chaqueta verde claro que tanto le gusta y sale a la empedrada calle justo cuando comienza a llamar la campana de la iglesia. Sabe que su madre observa como se aleja calle abajo, tras el visillo de la ventana del comedor.
Pasa por delante de la centralita de teléfonos y, sin cruzar de la puerta siempre abierta, saluda a Luisa que inserta una clavija en el panel de madera y baquelita. Al llegar a la plaza, se dirige directamente a la mesa del bar donde papá juega al domino, da los buenos días a todos y besa a su padre que gruñe un vas a llegar tarde. Entra a la iglesia y se sienta en el tercer banco, como cada domingo.
Mientras don Cristóbal desgrana su letanía ella hace divisiones y piensa en que, a las cinco, irá a pasear con el bagañete que desde hace dos meses pidió permiso a su padre para enamorar. Y piensa también en lo rápido que se dividen los domingos.
De vuelta a casa pasa junto a la cuadra donde espanta moscas el burro que, siendo aún niña, le mordió en un brazo durante una de aquellas escapadas a por leña al vecino Llano Negro. Instintivamente, se aleja de la cerca.
Tras ayudar a mamá con las comidas, hoy en la pensión hay dos huéspedes, come algo rápido en la cocina y marcha un rato a soñar en el columpio que cuelga de una rama del nisperero del patio.
Tras el aseo, vuelve a su vestido verde con los dorados botones de la chaqueta cruzada. Benito, puntual, llama a la puerta a las cinco. Le abre su futuro suegro, don Manuel, que observa su traje claro y su corbata negra antes de decir: pase, tomemos café.
Mas tarde, en un banco de la plaza, bien a la vista de todos, aquel hombre joven y bien plantado le habla de Cádiz, del Juan Sebastián Elcano, de la Escuela de Comercio, de montar una panadería en Los Llanos o, por que no, hasta un supermercado en Santa Cruz. Ella asiente porque hace rato que dejo de hacer divisiones de cabeza y solo piensa en salir de aquel pueblo y darse de bruces contra la risa de los sitios, de las cosas y la gente nueva...
Sesenta años después, pasa sus días, como este primer domingo de un mayo destemplado, contemplando paisajes que no reconoce de lugares en los que no está segura de estar, intentando sumar lo que intuye que le resta.
Y no le salen las cuentas.
Mi tía bonita. Parece que la estoy viendo y oyendo su voz inconfundible. Que recuerdos más bonitos
ResponderEliminarBeso fuerte, prima
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