sábado, 11 de enero de 2020

Cristina

Contra el espejo negro del aljibe que amamanta la atarjea, se refleja una inaudita luna entera, amarilla y picada de viruelas. Es el primer mes del último año de los veinte primeros.
Apoyada en el recuerdo, resuena una copla en su voz clara de falsete y temblor actuado, tintinean unos pendientes, se escurren unas monedas sobre el plato del café y te arrastra el vértigo de un mantel a cuadros, con sus cortinas, y sus estolas, y servilletas, y cenefas... 
Tras la caseta de la leña, traquetea el pedal de la máquina que no cose sola. Las ñameras invierten en muros de piedra y la mar te recuerda lo que es suyo retumbando en El Roncador.
Un lagarto picotea los higos sembrados al sol de una azotea, y ella hace visera con la mano mientras sigue la maniobra del barco que se arrima quedo, a vomitar turistas, abastos y memoria.
De nuevo entre un revuelo de chiquillos y geranios, déjeme hacerle una trenza, madre, que parece que viene viento.
Hoy ha caído entera la tarde y ella se sienta sola en el mirador. A su espalda, un cuervo la tutea, y frente a ella, ahora si, se extiende un infinito mar que la espera, y la acuna.


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