Llegué a un
pueblo tan en silencio como el eco de los pasos que me trajeron a él. Bañaba el
final de su tierra un mar oscuro y quieto, que olía a ojos cansados de esperar
una vela que jamás recortó de vuelta su horizonte. Ese mismo mar besaba un
puerto cuajado de marineritos que te miraban bellacos, amparados por el reflejo
de sus entorchados de almirante mientras hacían una y otra vez su primera
comunión bajo la atenta y lasciva mirada de una sotana que no sabía nadar. Una
y otra vez, lujuria del pan bendito.
En la calle
principal una farola tanteaba el suelo como buscando lentillas, atrapada bajo
el peso de un Cadillac habanero y corroído por la sal de un paseo perdido y en
ruinas, que allí llamaban malecón.
Antes de
buscar donde comer, entré en la barbería que se anunciaba con un caramelo
girando sin fin y, en cuyo interior, un viejo tan viejo como aquellos ojos del
puerto rendidos de esperar acariciaba el pelo de una niña, extraña para el lugar
por hermosa y limpia. Presidia la habitación un espejo con tatuajes y las
cicatrices de mil botes de Floïd arrojados de espalda, como tras un brindis de
boda eslava, y un Cupido de yeso que cuidaba que no faltaran flechas en el culo
del único amor que en la vida del barbero hubo.
El anciano
se afanó en escaldarme la cara mientras la niña me miraba los zapatos, entre
incrédula y divertida. Por mi parte, me limité a cerrar los ojos cuando el de
Sterbini se acercó con la navaja.
Me quité el
sombrero antes de entrar en la venta que anunciaba lentejas, carbón y petróleo
y, más abajo, en letra pequeña, platos de comida los terceros días.
Comí sin
interés lo que sacaron de aquella olla tiznada de humo de tarajal seco y me
bebí casi un litro de un vino agrio y estimulante, como una mujer desnuda tras
la vendimia. Eructé sin entusiasmo y me ajusté el sombrero para después soltar
unas monedas en el mostrador junto a la pesa de pesar lentejas y encaminarme hacia
la puerta abierta.
- ¿Va a
quedarse mucho?
Consiguió
que me volviera. Reparé entonces en lo alentadoramente grandes que eran los
pechos de la ventera y que, aún joven, parecía conservar todos sus dientes.
Volví a
dejar el sombrero sobre la mesa.
-Quizás uno
o dos días, respondí.