lunes, 21 de marzo de 2016

La Viga

Como un muerto. Como un muerto enorme, sin oriente y aterido, el colosal madero mordido de teredos, tibia carcoma que algunos llaman gusano de los barcos, llegó a la costa. Y a ella se abrazó.
Yo no tenía aún edad de contar los días porque la escuela era todavía algo lejano, pero sabía que fue por mayo, porque la tierra olía a jazmines, y pude contemplar desde lo alto del risco el esfuerzo de los hombres por llevar a tierra firme el rectangular trozo de naufragio lejano.
No resultó fácil desencallar la colosal viga de roble de la cortante sierra volcánica que conformaba el bajío, mientras la mar se empeñaba en golpearla una y otra vez, provocando un retumbar de campanas de madera que sonaba con la nitidez de un augurio, arriba, en el pueblo.
Cuando aquella imponente tripa de galeón destrozado, aquel hueso enorme, pecio que se niega a serlo estuvo por fin sobre la arena de la playa, pude acercarme y contemplar de cerca los surcos con los que las “bromas” habían tatuado sus cuatro costados, formando galerías intrincadas y profundas que me recordaron las arrugas que los muchos años faenando en la mar habían tallado en la cara de mi abuelo.
Sin saber muy bien por qué, acerqué mi oído al madero. Pegué la cara al musgo, algas, caparazones y miles de otras rémoras que vestían a aquel náufrago gigante, y pude oír como durante el viaje le flagelaron tempestades sin misericordia, le saltaron por arriba delfines acróbatas. A su paso, los calderones parecían más estúpidos que de costumbre, las ballenas le resoplaban, asombradas, ahogados de ojos vacíos no apartaban de él su mirada desde allá abajo, por donde navegaban.
Y así, sobre la espalda de muy conocidas corrientes de agua cálida, saltando a otras mas frías y sus ramales de retorno, llegó aquella mañana de mayo a la costa de mi pueblo.
Muchos años después, muchos mas de los que me gustaría, me reencontré con el curtido entibo. Era ahora la majestuosa viga de un enorme lagar. Allí, entre las guías, taladrado por el husillo, llevaba décadas compartiendo el secreto del vino, navegando en aguas mas mansas.
Instintivamente, acosté de nuevo mi oído en la conocida superficie herida, y entendí entonces por qué con algunos vinos, cuando los acercas a tu nariz, es como abrir un empapado y rebosante saco de lapas.


Photo by Carlos Hernández

miércoles, 16 de marzo de 2016

Carlos descalzo

Yo me descalzo como peregrino del agua, ya sea de un mar, un sucio charco de lluvia usada o agua cristalina del hoyuelo en una mejilla cómplice. Me descalzo con los vencejos que me guían por delante del cristal.
Me descalzo con la tierna resignación amarga del matemático convertido en tahúr del bingo de barrio, bombo de plástico, alegre caja de secar flores, concurrida asociación de la edad tardía.
Descalzo piso el cielo que observa a hombre mujer o niño en pie y también descalzos sobre el barro y bajo la lluvia, junto a la omnipotente alambrada del sentimiento mas humano.
Cuando hablan del destino me descalzo para andar entre este inmenso osario del mamut expuesto en el de Ciencias Naturales, y creo ser esos delgados hilos de acero que lo componen y sustentan en el acondicionado aire. Mi destino soy yo. Soy yo quien vende, verde uniforme de taquilla verde, las entradas a este museo.
Me descalzo para ir al desencuentro con mi mal andar y, descalzo, recibo los crisantemos que acarician mi mármol.
Sobre este tablón avanzo descalzo para escribir lo que vivo. Van formando los dedos de mis pies las palabras con las que me subo a la caja de madera que es mi atril y mi flor. Sobre ella, descalzo, miro el apartado y solitario lugar del parque donde me han puesto los años, e intento describir la raíz de lo que siento, que ya asoma bajo la hojarasca.
Yo me descalzo, como lo hacía el Carlos niño para correr por la arena de un Médano atemporal y añorado, recolectando conchas para collares nocturnos. Cabezas menudas que por todo aún se giraban. Descalzo para levantar piedras en la costa de un Atlántico pendenciero y retumbón, y cosechar bajo ellas la lombriz de airear Galanas brillantes y peleonas.
Me descalzo para mirarme en los ojos de quien aún me quiere y en los de quien ahora comienza a hacerlo, para recordar la emoción de ser amigo o el placer de ser amado.
Descalzo para vivir, para iniciar en la belleza o concluir en el asombro, para imitar al descalzo y para odiar el asfalto que cubre este mar manso entre nosotros.
Descalzo en la resignación y la rebeldía, descalzo me acuesto. Descalzo pervivo en la lucha diaria por no pisar la húmeda toalla que un todo insistente y uniforme me pide tirar.
Y me descalzo, en fin, para caminar por este césped que ha mudado en gravilla y, con cada paso, con cada hondo crujir de piedra contra mi carne, preguntarme cuál fue la peor de mis ofensas, a quien hice el mayor de los daños para que el inglés tuviera razón y los dioses hayan querido castigarme, atendiendo a mis plegarias.


Photo CC0 by flecher38

martes, 8 de marzo de 2016

Cuando era como tu

En el último cajón de la cómoda que hay en el pasillo, bajo el gastado álbum de sellos que fue de papá y entre los pliegues del mantel bueno para las ocasiones caras, conservo una fotografía tomada un quince de marzo a los pies del monumento a los vencedores de una guerra entre hermanos, que tu y yo no vivimos.
Sentados en los escalones que llevaban al monolito, un grupo de amigos, aterradoramente jóvenes, posábamos sonrientes para la Leica que nos apuntaba. Todos menos tu. Tu, dos escalones mas arriba, y a mi izquierda, me mirabas.
A mitad de aquel marzo lejano, en aquel monte de pino y brezo en el que la lluvia empapaba de este a oeste, celebrando cumpleaños y complicidad, tu y yo éramos iguales.
Cuando yo era como tu, aún no había cicatrices, y el mundo estaba lleno de velas y bares cálidos, de Silvio y ron.
Cuando yo era como tu, nuestros pequeños corazones sin uso tanto latían contra un asiento trasero, como entraban juntos en el agua mansa de una orilla, o salían de entre los eucaliptos cogidos de la mano.
Cuando yo era como tu, el sol tenía un sonido en espiral y la luz entraba por tu pelo sin pedir permiso, rebuscaba entre las llaves de mi voluntad probando una tras otra, hasta encontrar la que abría mi abandono.
Cuando yo era como tu, nos esperábamos, nos advertíamos y nos aferrábamos al instante del aire compartido, del silencio encontrado, con el profundo asombro del descubrimiento.
Cuando yo era como tu, te amé hasta lo inconfesable, tan solo por imitarte. Cuando éramos iguales, metimos la mano en el fuego, y encontramos agua.
Ahora que soy como yo, de vez en cuando, como hoy, rebusco en el último cajón de la cómoda que hay en el pasillo y me siento a mirar cómo me mirabas. Es entonces cuando me someto a la memoria y su yugo, y sueño con reconstruir lo que fui cuando era como tu.
Ahora que soy como yo, apenas consigo recordar lo que todavía he de escribir para poder acostarme a olvidar temprano.


Photo CC0 by pruzi