viernes, 24 de abril de 2015

Contra mi vida

Desde hace unos meses, me sorprendo a menudo dando manotazos al aire frente a mi cara. Me resulta así más fácil apartar los cada vez más frecuentes recuerdos de las acciones, hechos u omisiones más tristes de mi pasado. Recuerdos dolorosos o vergonzantes, que vuelven con nitidez, con una claridad y profusión de detalles lacerante.
Desde hace unos años no comparto, ni converso, ni celebro cumpleaños. Como los pescadores, que no preguntan por qué salir a pescar si no con que hacerlo, transito por mis días con una sensación de exceso de equipaje, de mochilas llenas de piedras inútiles que ni para romper lunas de rabia reflejada servirían.
No tengo nada contra la vida. Simplemente no me gusta la mía.
Desde hace unos días, me sorprendo haciendo balance, rebuscando, intentando encontrar algo más que poner en el plato de lo positivo que ahora mismo está por las nubes, vencido por el peso del otro, rebosante de calamidad.
Hago inventario y meto toda mi vida en una cápsula bajo la lengua, con la lengua la traslado aquí y pienso que, morir ahora, solo y sin logro, sería mucho mejor que arrancado por sorpresa de unos brazos que te abrazaran a la vida. Al fin y al cabo, la muerte solo son huesos calcinados, tristes, olvidados.
Creo que lo que siento, en definitiva, no es más que rabia. Rabia de mirar atrás y solo ver lunas llenas confundidas con sustento, besos como páginas de libro abierto y descuidado, silencios al otro lado del auricular, lascivia vestida para duelo, muebles de patitas en la calle, césped para otros, truco descubierto...
La mayor parte de los días puedo recordar. La mayor parte del tiempo, espanto fantasma a manotazos, como un mimo con dislexia.


Photo CC0 by avi_acl

jueves, 23 de abril de 2015

Sant Jordi

Esta tortura de tenerte cerca, como la mesilla tiene a la cama, como la silla desde la que se vela a un enfermo tiene a esa cama y no poder hundirme en ti, en tu risa, en tu olor.
Hablas y, mientras dices, yo intento que no se note que mientras hablas, yo te cuento los lunares de los brazos, que me imagino buceando entre tu pecho y tu camisa.
Este quiero y no puedo de haber llegado tarde, a destiempo y con el pie cambiado. Me miras, y se me paran los pulsos copleros, me tocas, y la sangre se me viene a las orejas dejando pálido un corazón que quiere huir de este cansancio diario del malquerer, de este consumir de velas apagadas e imposibles.
Ensayo cada día, ante el espejo de los cobardes, el cómo decirte, el cómo explicarte estas ganas, este mal vivir del deseo contenido. Del pánico al, gracias, pero no.
Quererte es como mirar al mar renegando de la tierra que te sostiene en la orilla. Y no saber nadar. Quererte es mi motivo y es la causa. Quererte es lo que tengo, lo que gasta las pilas de mis pasos. Y lo que no debo.
Soy la arena de mis gatos, el palo sin zanahoria de quien insiste en avanzar a pesar de la ausencia de destino, de la falta casi de camino.
Mientras, continúo adorando la posibilidad, llevando tus maletas, colándome en tu cine para verte de cerca, por si un día pasa el eso no va a pasar. Y continúo escribiendo por si un año, por Sant Jordi, se te ocurriera leer el papelito con el que siempre acompaño tu rosa.


Photo CC0 by DGlodowska

miércoles, 1 de abril de 2015

Palitos de tiempo


No consigo recordar cuando comenzó este ábaco de los días, esta bitácora de yeso. Supongo que contando las marcas sería fácil de concretar, al menos en tiempo.
Cada día hago una pequeña incisión, apenas un arañazo del tamaño de un palillo de dientes sobre las paredes de esta habitación. Como un Depardieu soez, atribulado Dantès en el castillo de If, o como unos inmensos Hoffman y McQueen cazando mariposas en la Guayana Francesa, cada siete días cruzo las marcas verticales con otro palito horizontal, y comienzo de nuevo. Día tras día, semana tras semana, creo con mi astilla de haya seca, dura y flexible este galimatías sobre la cal de la pared, este suelo de montacargas, este rallador gigante de cortezas de tiempo. 
Cuando no queda el más mínimo resquicio donde continuar, comienzo con la siguiente pared. Ya estoy en la cuarta. Y cada vez queda menos sitio. La blanca cal de antaño ha arribado en pátina gris.
Del otro lado de estas paredes, en la habitación contigua, han ido cambiando la pintura, el papel decorado, los muebles y las personas. Allí se ríe por fuera y se llora para adentro, se celebran navidades, juegan niños aparentemente felices y ancianos indiferentes hacen cosas aparentemente de anciano. Una mujer cambia el polvo de sitio con un plumero de falsa avestruz, y un hombre en camisilla hipnotiza futbolistas en el televisor.
Repasando los surcos, mirándolos de cerca, reconozco por su temblor o profundidad los que señalan días señalados. Cuando murió la mujer que me dio la vida sin haberme parido, el nacimiento del primer nieto, cuando cayeron las torres sobre los trenes de Atocha o, lo más lacerante, el día que el hijo tierno abandonó la vida en el interior de un coche arrugado de asfalto y campanas mudas de duelo.
Hoy es domingo. He cruzado el último grupo de seis surcos, en el último espacio libre de la última pared. Dejo mi pequeño cincel de haya en el suelo, y me tiendo boca arriba en el centro de la habitación, a su lado.
Pienso que, si esta habitación hubiera tenido techo, allí pudiera haber seguido con el recuento de mis días, con el inventario de mi caducidad. Pero también pienso que me gusta más con este lienzo de estrellas derramadas que ahora me observa. Cierro los ojos y espero. En la habitación de al lado, alguien pone la radio. Son noticias. La campana de un reloj comparte una hora en punto.



Photo CC0 by Pixabay