miércoles, 21 de mayo de 2014

Funeral

En mitad de un blanco espacio neutro e indefinido, una blanca taza de váter con cisterna y, a su alrededor, un grupo de hombres que hace corro, dando la espalda al espectador.
En el interior del inodoro, una deposición reciente humea flotando en un charco de orín.
Uno de los hombres viste casulla y estola, sostiene en las manos lo que parece un misal romano con cintas de color que asoman entre los cantos dorados. Está abierto y lee en voz baja. Parece pues, un sacerdote.
Los demás, hasta cinco, visten traje y corbata de color negro y camisa blanca de cuello duro; tienen todos la misma cara, que se refleja en el espejo que cuelga enfrente.
La imagen que devuelve ese espejo va a parar al espejo que tienen a su espalda y de ahí rebota de nuevo rumbo al origen, provocando un efecto de multiplicidad junto con una sensación de vértigo, de personajes atrapados.
Uno de estos hombres porta un ramo de margaritas blancas que va deshojando y, a un tiempo, arroja los pétalos al interior del váter donde flotan en la orina durante un primer instante, para hundirse amarillentos al instante siguiente.
Otro de los asistentes descarga periódicamente el contenido de la cisterna, pero la mierda continúa ahí, y las margaritas no se acaban.
Desde arriba, un ojo gigante, como de cíclope sobrealimentado, observa la escena. De vez en cuando parpadea. El aleteo de pestañas genera una corriente de aire que mueve las páginas del misal.
En un momento determinado, el sacerdote levanta la vista del libro de oraciones y me mira, directamente a los ojos.
Sonríe, y dos dientes de oro se reflejan en los espejos de un modo doloroso e infinito.  


Photo CC0 by Daniel Kirsch

lunes, 19 de mayo de 2014

Abejita, abejita...

Ella sabe que nació para escribir. Del mismo modo que las demás abejas conocen con exactitud el para que vinieron a este mundo.
Su diaria contrariedad asoma cuando comprueba que, ni escribe, ni hace lo que a las demás abejas mantiene atareadas. 
Es tan consciente de su cometido, como del hecho de que jamás conseguirá posarse en una flor.
Pobre abejita sin alas,
huérfana de zumbido,
desheredada de vaivén,
que se sienta a la puerta del panal y desde allí observa el afán de sus semejantes.
Mientras tanto, el mundo eclosiona en una orgía de semillas dulces y amarillas lluvias de fecundidad. La vida se abre paso como un hurón en la madriguera y todos los colores, olores, sabores y ruidos hablan de un deseo hambriento por generar vida nueva.
Es entonces cuando, en el interior del universo, el mecanismo que lo rige hace girar la rueda hasta que encaja un nuevo diente. Con un estruendo mudo de mecanismo colosal e inverosímil se preña la vida.
Ella regresa al interior del panal con la caída la tarde, sabiendo que nació para escribir.


Photo CC0 by image4you

viernes, 16 de mayo de 2014

Me quedan los domingos

De lunes a sábado, te levantas temprano. Con un suspiro ahogado te incorporas y te quedas un instante sentado al borde de tu lado de la cama. Cada una de esas mañanas sigues el ritual que te has impuesto y miras los verdes números del reloj, formados por alargadas puntas dobles de lápiz fluorescente, para luego calzarte tus chanclas azules. Jamás te he visto usar zapatillas, ni pijama.
Con un leve balanceo tomas el impulso necesario y te pones en pie, camino del baño. Aprovechas el paseo para acomodarte el calzoncillo y su contenido. Desde el baño te oigo murmurar alguna obscenidad. Debo haber dejado algo mal puesto. O has echado en falta un tirar de cadena, o sabe dios que...
Me llega el reflejo de la luz de la cocina y oigo el chasquido del encendedor. Primer café y cigarro.
Vuelves al dormitorio, coges tu ropa del respaldo de la silla, o del armario, y te vistes ante el espejo vertical. En penumbra, como siempre. Solo se oyen tu respiración y la de algún coche que pasa de largo bajo la ventana, con ese sonido de acercarse y alejarse que solo tienen los coches y algunas personas poco corrientes.
Siete y media de la mañana en los lápices verdes. Te vas, como siempre.
Yo me quedo en la cama. No saldré de ella hasta que la luz del otro lado del cristal consume el hacer visibles las ondas del visillo, hasta que los vecinos arrastren de la mano rumbo al coche a sus pequeños aprendices de ciudadano modelo y el martilleo de la ciudad rascándose una entrepierna de lengua pastosa no se haga insufrible, obligándome a claudicar.
Yo me quedo en la cama, acunando la ensoñación, cepillando la larga cabellera del recuerdo de cuando tu y yo éramos menos prudentes, de cuando hicimos frente a lo que parecían altas torres y el tiempo redujo a simples garitas, casi siempre vacías; de cuando nos reíamos en la cara de la cara que ponían quienes ni aceptaban, ni ignoraban, de los que nos auguraban seis meses juntos entre ignominia y terribles escenas de purgatorio.
Yo me quedo en la cama. Revuelvo mentalmente el cajón de tu ropa interior y tus relojes, la percha con tus camisas, tu espuma de afeitar y ese frasquito de colonia tuya tan buena, y tan cara. Me quedo en la cama como quien se tumba en la orilla de una playa infestada de aguavivas, y recuerdo el tiempo en que compartir cama era tan solo una de nuestras muchas aventuras diarias. Lo recuerdo sin rencor ni desesperanza, lo recuerdo porque forma parte de mi, y de ti. Y porque quiero recordar a diario.
También porque, a pesar de toda esta solera de mierda con la que el tiempo ha embadurnado nuestra vida, todavía me quedan los domingos. Y los domingos tu ritual es otro, y te quedas hasta tarde en la cama. Los domingos yo puedo dar la espalda a la luz sobre el visillo y al fluorescente aviso de nuestra levedad. Los domingos puedo pasar horas contemplando los tics de tu cara, el movimiento de tus ojos bajo los párpados cerrados, el rítmico devenir de tu pecho en vida como si lo tuvieras lleno de flores, avispas o tamboriles. Así hasta que abres los ojos y encuentras lo que quieres ver, que aún son los míos.
Me quedan los domingos para ponerme en paz conmigo. Porque los domingos yo, pero esta vez contigo, me quedo en la cama, despierto.



Photo CC0 by josemdelaa

jueves, 8 de mayo de 2014

El camión de madera

Hace muchos, muchos años yo tuve un camión de madera o, mejor dicho, yo me hice un camión de madera.
El artefacto consistía en un montón de tablas con cuatro ruedas de plástico, pasadores, alambre y un palo de escobillón. Y listo, con poco mas ya teníamos una cabeza tractora con remolque articulado. Las ruedas las conseguí en el cementerio de los camiones de plástico amarillo que se alzaba en la colina de los juguetes rotos de reyes pasados. Este prodigio de ingeniería lo había copiado de los camiones idénticos con los que otros chiquillos del barrio jugaban en la calle, bajo mi ventana, bajo nuestro balcón.
Mi padre me explicó como cortar las tablas de una caja de bacalao noruego que bostezaba en la despensa (la caja, no el bacalao), como unirlas con clavos y como pintarlas. Después me prestó un serrucho, un martillo, clavos, una brocha y un bote con restos de pintura azul. Así es que serré con cuidadito que te cortas, clavé con cuidadito que te majas un dedo, y pinté con cuidadito que lo dejas todo hecho un asco.
Y con mi camión pasaba todo el tiempo que la escuela o la estupidez de mis hermanos me permitía. Pasillo arriba y pasillo abajo, transportando en el chirriante y azul entretenimiento juguetes, trastos míos y ajenos, fruta o al gato.
Unos días después se soltó la tabla que hacía de puerta trasera y con el martillo de papá y dos clavos me fui a sentar al balcón para repararlo. El segundo golpe de martillo cayó sobre mi dedo pulgar ignorando por completo la cabeza del clavo. No fue tanto el dolor por el golpe si no la conciencia del peso de mi frustración, las voces de los otros niños jugando en la calle con sus camiones, la extraña y precoz angustia de mi mismo lo que hizo salir de mi garganta el grito, el chillido estridente, agudo y desmedido que paró el tráfico en la calle, sacó a los vecinos de sus casas, dirigió mil ojos hacia el balcón de casa e hizo aparecer a mi madre, mas blanca que el paño de cocina con el que se secaba las manos.
Mamá acudió al timbre de la puerta a tranquilizar inquietos y rogar disculpas a ofendidos, que de todo hubo.
Esa noche, cuando papá llegó de trabajar, yo le esperaba sentado en mi habitación. Oí como mamá le explicaba en la cocina lo ocurrido y como se acercaba después hasta mi puerta. Se quedó allí parado. No dijo nada. Solo me miró con unos ojos cansados que preguntaban.
Meses después se respondieron las preguntas cuando una enfermedad de nombre impronunciable me quitó la vida. Fue una de esas cosas "de repente". Solo se que aquella enfermedad me pidió prestado el aire con el que respiraba y no me lo devolvió mas, quitándome para siempre las ganas de jugar.
La tarde del entierro sorprendí a mi padre sentado a los pies de mi cama, empujando adelante y atrás mi camión de madera, con los ojos perdidos en el dibujo de las baldosas. Cuando comprendí que ni me veía, ni volvería a verme jamás, me senté a su lado y empece a soplarme el dedo pulgar martillado que, de repente, había comenzado a doler, y mucho.


Photo CC0 by DUrban