En mitad de
un blanco espacio neutro e indefinido, una blanca taza de váter con cisterna y,
a su alrededor, un grupo de hombres que hace corro, dando la espalda al
espectador.
En el
interior del inodoro, una deposición reciente humea flotando en un charco de
orín.
Uno de los
hombres viste casulla y estola, sostiene en las manos lo que parece un misal
romano con cintas de color que asoman entre los cantos dorados. Está abierto y
lee en voz baja. Parece pues, un sacerdote.
Los demás,
hasta cinco, visten traje y corbata de color negro y camisa blanca de cuello
duro; tienen todos la misma cara, que se refleja en el espejo que cuelga
enfrente.
La imagen
que devuelve ese espejo va a parar al espejo que tienen a su espalda y de ahí
rebota de nuevo rumbo al origen, provocando un efecto de multiplicidad junto
con una sensación de vértigo, de personajes atrapados.
Uno de
estos hombres porta un ramo de margaritas blancas que va deshojando y, a un
tiempo, arroja los pétalos al interior del váter donde flotan en la orina
durante un primer instante, para hundirse amarillentos al instante siguiente.
Otro de los
asistentes descarga periódicamente el contenido de la cisterna, pero la mierda
continúa ahí, y las margaritas no se acaban.
Desde
arriba, un ojo gigante, como de cíclope sobrealimentado, observa la escena. De
vez en cuando parpadea. El aleteo de pestañas genera una corriente de aire que
mueve las páginas del misal.
En un
momento determinado, el sacerdote levanta la vista del libro de oraciones y me
mira, directamente a los ojos.
Sonríe, y
dos dientes de oro se reflejan en los espejos de un modo doloroso e infinito.
Photo CC0 by Daniel Kirsch