Es entonces
cuando, por primera vez, extiendo y barro la pereza que afea mis alas. Con
ellas, y situado a su espalda, arropo al que escribe esto. Incrédulo, deja el
teclado y se gira para mirarme. La luz del monitor oscurece la cara que se
aleja y azulea los ojos que me miran, ojos que lucen entre cansados y agradecidos.
Mis manos abrigan sus sienes y beso su frente de tango marchito. Los azules
ojos se ocultan tras unos párpados sin pestañas. Unas manos acostumbradas a
crear belleza, tanto así en letras, como en inútiles jarras de barro que giran sin
fin, retiran el pañuelo que cubre el bosque talado donde se cocina el
equilibrio. Equilibrio entre la rabia por la premura del destino y el afán por
compartir lo que se lleva dentro. Cosa que aturde con su aroma de flores raras,
que eriza la piel de los latidos con su arrebato de verdad incontestable.
Inicié este
viaje hace algo más de un año. Jamás usé mis descabelladas alas de gorrión
monstruoso para llegar antes. Viajé en coche, barco, tren o a pie, retrasando
la aguja del tiempo. El final es claro, como tantas otras veces; pero en esta
ocasión algo cruje en mi vacío interior. El eco de la ruptura me trae recuerdos
de cuando yo mismo vagaba en este lodo.
Yo quise
una vez escribir. Quise también crear algo con mis manos. Yo soñé hace algunos
siglos con sacar forma al barro de la tinta sobre un lienzo, pero el amor me
puso muerte y la muerte, generosa, me dio alas y un oficio.
En la
habitación de quien escribe esto, hoy se acerca lo esperado y negado tantas
veces. Extirpo y me llevo la vida de quien ya la había dado por perdida hace
años, me revuelvo en ella. A lametones testo la profundidad del mal que la
extingue y compruebo que he llegado a tiempo. Miles de ángeles nublan el cielo
tras la ventana de mi espalda, el cuerpo del escribidor cae de mis manos como
un gato absurdamente quieto. Recojo mis alas, ajusto mi corbata, oculto esa
emoción que pugna por aguar mis pasos y, antes de salir, me acerco al teclado,
y pulso enviar.
Photo CC0 by Francesco Ungaro