Cada tarde, al salir de clase, íbamos a tu casa. En tu cuarto hacíamos la tarea, que siempre había. Tu madre nos preparaba bocadillos de nocilla o de mantequilla con azúcar y abría dos cacharros de jugo libis de melocotón. Luego, subíamos los seis escalones que separaban el patio de la pequeña huerta que ella llamaba los renglones. En un renglón, el mas pegado a la pared para poder amarrarlos de las cuatro punchas torcidas que tenía clavadas, había tomates, en otro ajos puerros, otro cobijaba zanahorias hermosas de naranja curioso, cebollas blancas y rojas de incógnito hasta la zafra, ajos, judías y otros verdores.
En la esquina del fondo estaba la higuera, enorme y perfumada. Bajo su sombra matábamos el resto de la tarde. Venían canarios verdinos, y unos pinzones con el pecho azul y el logotipo de unos tenis en las alas que siempre nos tenían cagados por si nos cagaban. Las pocas veces que hablábamos lo hacíamos del pelo de aquella, del balón nuevo de aquel, de la forma de decir "propiedaz" del profe de ciencias, del desapego por las matemáticas y lo bonito de los números. Soñábamos con ir un día donde se tomaron las fotos que daban color al atlas, o con haber estado en los sitios de los que hablaba el libro de geografía e historia.
De vez en cuando, tu eterna madre asomaba la cabeza y nos gritaba que no estuviéramos al sol que se nos secaba no se qué, que por que no íbamos un rato a la plaza. Bajo la higuera olía bien, se estaba fresco y no había que hablar si no apetecía, ni dar patadas a un balón sobre baldosas incordiando palomas, ni llenar el suelo de un rincón con cáscaras de pipas.
Tres tardes después del día en que celebraron mi cumpleaños numero catorce, bajo la cómplice higuera, amparados por su sombra, la ausencia de pájaros, el chirrido del sol sobre las hojas del perejil y la mirada incrédula de los escarabajos, nos besamos. No se quien tomo la iniciativa o ni siquiera si la hubo. Se que fue algo tierno, acunable, redentor, cálido, que me inundó de una alegría que no he vuelto a sentir y que, aunque probablemente duró unos segundos, yo aún estaría sujetando tu cabeza y mirando sin ver con los parpados cerrados mientras tu posabas tu mano en mi costado.
Luego vinieron, arrastrados de silencio, los ojos gachos. Sin atrevernos a mirar, sentados sobre las esteras que pusimos el primer día, yo arrancaba con desgana la hierba a mi alrededor y tu tirabas todo lo lejos que podías cualquier cosa parecida a una piedra que estuviera al alcance de tu mano.
Nunca hablamos de aquello.
Muchos años después, probablemente demasiados años después, mientras unas máquinas mas ruidosas que amarillas derriban la que fue tu casa y vuela por el aire un cartel en el que el ayuntamiento advierte: "Propiedad abandonada. Estado ruinoso, Precaución, peligro de derrumbe", recuerdo tus palabras cuando terminamos los deberes de aquella primera tarde en tu casa: vamos con los demás a la plaza, o al final van a pensar que somos maricas.
Muchos años después, probablemente demasiados años después, entre la polvareda de los muros caídos y la pesadez de mi nostalgia, caigo en la cuenta de que, en tu casa, en la huerta de tu madre, jamás hubo una higuera.
Photo CC0 by wal_172619
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