Quiero
escribir sobre la primera vez que el niño que fui pisó la azotea de la casa en
que me crie. Del pasamanos de la escalera, la puerta mil pintada y la cerradura
de latón, de las losetas del suelo y el musgo, del cuarto de lavar y su olor,
del cielo y mi infancia. Eso quiero.
Y de cómo
cada tarde, a las cinco, con el arrullo de las presas palomas del vecino sin
saludo, el milagro del añil en el barreño de zinc, el improbable éxito de la
sábana blanca sumergida en la tinta azul. Las manos de mi madre estrujando. Y
el trapo con que limpiaba las liñas.
Del dorso
de la mano que cruza su frente y de cuando el resplandor de nuestras sábanas,
esas que cubrían las camisillas a mis hermanos y a mi en las tenues noches de
grillo y ambulancia. La mano que secaba el resignado aquí estoy. Y el blanco
azul del sol a la espalda.
Yo recuerdo
una escalera de amarillo emigrante retornado, con un pasamanos enorme para la
altura de mis ojos y, sobre él, cien capas de brillante caoba. Y recuerdo el
banquito que papá me hizo con las tablas de una caja de sabe dios donde. Y la
sombra de la puerta, el rumor de mi barrio.
Quiero
volver al vaivén de los brazos de mi madre lavando la ropa en aquel cuarto
sombrío y húmedo, al millón de cachivaches que colgaban de sus paredes, a su
cara cuando salía al sol para tenderla. Yo quiero volver a mi casa, a mi
barrio, al olor de la pintura en las puertas que no abren, al run-run de las
palomas, a mi forma de ser.
Quiero, en
definitiva, cumplir con lo que quiero, y escribir que recuerdo cuando era niño.
Recuerdo como olía el mundo, la inmensa paz que acunaba a mis ojos de ocho
años, el amor que había tras las palabras y el bien que me hizo el que me
dejaran leer, a todas horas, en mi azotea.
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