Tengo yo un
amigo argentino y, hasta ahí, nada que no le ocurra a otro millón de personas.
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Tengo un
amigo argentino que me enseñó Buenos Aires y otro montón de cosas bellas y
ciertas.
Nos
conocimos hace muchos años, en una década en la que conocerse era obligatorio y
sanísimo.
Mi amigo
tiene, entre otras muchas cualidades humanas, la de ser homosexual. En una
recordada ocasión, cuando ambos peinábamos a diario la vida, me besó. Yo, le
rechacé con toda la firme dulzura de la que las muchas copas y la mucha
sorpresa me permitieron. Eso que ahora llaman asertividad.
Le dije:
"lo siento, ahora no estoy preparado para una relación así"
Me
respondió: "¿qué mierda significa que no estás preparado? ¿Que venís sin
lubricar, o qué?"
Desde
entonces, acudo a él siempre que necesito que alguien me escupa dos o tres
verdades a la cara.
Hoy le he
llamado. Necesitaba saber si tenía previsto venir. Necesito verle y que me
ponga las alas en su sitio, me atuse los cojines o me eche de una patada a
comerme el mundo.
Me contestó
su marido. Lleva unos días hospitalizado. Algo de hígado. No pinta bien.
Al pulsar
el círculo rojo del teléfono, creí entender que, vida, es todo lo que somos
capaces de guardar en la caja que llevamos a cuestas y revolver, sacarlo,
contemplarlo y volver a guardarlo sin miedo, con mimo. Y que mi amigo argentino
ocupa una buena parte de la mía.
Me gustaría
estar escribiendo esto a bordo de un avión que me llevase a Buenos Aires para
devolverte el beso que te debo, pero aquí estoy, mascullando, extrañándote y
queriéndote, pelotudo.
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