domingo, 14 de agosto de 2016

Tiovivo

Falta apenas media hora para que salga el sol. Los barrenderos llevan ya rato baldeando con 'Zotal' las calles. El sonido de las hojas de palmera, arrastrando el envoltorio de las ilusiones sobre el asfalto, se te va aferrando al sentido como el niño a la falda en su primer día de cole.
Aún resuena el eco de las orquestas derramándose por la ladera del vecino monte, aún se balancean las ristras de bombillas de colores. Un gallo destemplado atronó en la huerta del pobre que vive junto a la plaza, y las campanas de la iglesia continúan mudas de asombro.
A esta hora, el feriante comienza a desmontar su tiovivo. Tiene en la espalda todavía el cansancio de haberlo levantado hace solo una semana, y en los ojos la resignación de los muchos años de carretera y algodón de azúcar, la tristeza de saber que nadie lo continuará en su empecinado reparto de vueltas y vueltas que da la vida, la certeza de morir en feria con las, cada vez menos frecuentes, risas de niño como forense y plañidera.
Se sienta a mi lado, y observa ensimismado la llave inglesa que sobresale de la caja de herramientas. Yo soy el caballito azul, el de las cinchas doradas y la silla roja. Soy casi tan viejo como él y ni siquiera se su nombre.
Comprendo que ha llegado el momento de intentar encontrar un nuevo pueblo, otro santo patrón, una nueva fiesta en la que volver a girar al son del metálico minué y, sin que apenas se note, cierro los ojos y me encomiendo a la magia.



Photo CC0 by Abby Chung