Esta
mañana, como otras tantas, he aparcado en batería en el sitio que, cada mañana a esta hora, está libre. He puesto el parasol sobre el salpicadero porque a
mediodía esto es un horno. Como cada mediodía.
Como cada
mañana he ido al bar donde el camarero que cree conocerme y del que yo ignoro
todo me ha puesto, que no servido, el café y el agua con gas de cada mañana.
A mi lado,
dos señores cargados de razón se lamentan de que ya nadie quiera trabajar doce
horas diarias, en turnos alternos y por un puñado de papel moneda; sentencian que la excusa
de esta juventud es que apenas pueden ver a los niños. Les asistirá su razón y a
mi, probablemente, me importe bien poco.
Pago mis
setenta céntimos y encaro la puerta, no sin antes desear buenos días y dar las
gracias a quien no los merece ni las contesta, que las mierdas aprendidas en la
cuna son duras de pelar.
Camino de
nuevo en dirección al maletero del coche donde me espera la neverita con mi
sándwich de jamón y queso, el mini jugo de melocotón con cañita retractilada,
la botella de agua rellena de agua del grifo, y el suspiro del vuelta a
empezar.
Sin embargo,
hoy, a la altura del ostentoso edificio de los que deciden a quien va el agua
de riego de esta isla, me he cruzado con ella. Y ella conmigo.
No recuerdo
cómo iba vestida, ni el color de su pelo negro rizado, si llevaba o no prisa,
ni si tenía mi edad o la suya.
Solo
recuerdo su olor.
Olía a mis
recuerdos de infancia.
Olía a
chuches inexplicables de sabor malva, a conos de madera con aros de colores, a
babi azul de rayas con mi nombre en una cartulina con osito en el bolsillo, a
maestra hermosa con falda verde, a guardería en el bajo con ameno patio de
vecinos. Olía a mi casa, a mi madre cuando me quería. Olía a mis diminutas
botas con diminutas plantillas de plomo forradas de escay, mis pies planos y
mis dioptrías, mi parche en el ojo, mi pelo ondulado y tierno, mis gafas de
pasta para niño, pagadas con pasta para adultos.
Olía al
vago y dulce recuerdo de una infancia que, cada día, el monótono acaecer de lo
cotidiano se empeña en hacerme más difícil el poder asegurar que en algún momento
existió y, aun así fue eso, infancia.