Tras caer
la tarde, como siempre sin estrépito y tras la línea del mar ya oscuro, un
hombre viejo ajusta el doble nudo de su corbata frente a un desconchado espejo
de latón sin concha, filigrana o tela de araña.
Tras él,
sobre una silla que hace ya demasiado tiempo no se usa, un abrigo gastado de un
color extraño y una pequeña caja, con una pequeña tapa, como de pequeños
zapatos de niño pequeño.
En el
interior de la caja, aun no abierta por nadie, el mas hermoso regalo del mundo.
Resuelto,
el anciano sale a la calle, y acomete el frío gris de la ciudad que come acero,
nieve, neón y cristal trasero de taxi en desbandada. A pesar del viento, no
vuelan globos, ni sombrero o golondrina. A pesar del frío, nuestro viejo, con
su pequeña caja bajo el brazo que no le tiene secuestrado un bastón, avanza
acera arriba, se cruza con la mujer cabizbaja y presta, junto a su sórdido
verdugo que sonríe, el muy cabrón. Se cruza con la madre sin hijo, el joven
confuso, el hombre erguido, el perro gacho, el hijo que acaba de perder a la
madre, el padre que acaba de entender que esa es su vida, las prisas, el
llanto, la calumnia, las alambradas con Siria en pena, el mar glotón, las rayas
de tu bandera, el balcón, el megáfono y el geranio, el reintegro, la luz a
oscuras, el paro, la situación, el invierno en las botas de siete pasos... y se
cruza contigo, que lees esto.
La mañana
del veinticinco de diciembre, junto a tu cama, despierta contigo una pequeña
caja, con una pequeña tapa, como de pequeños zapatos de niño pequeño.
Confuso,
haces memoria intentando poner motivo al hospedaje del cartón sobre tu colcha.
Sin mucho pensar, como es tu costumbre, te sientas con la espalda contra el
cabecero que gime de pino viejo y colocas la pequeña caja sobre tu pequeño
regazo.
Antes de
abrirla, sin lógica o motivo alguno, sabes que, en el interior de la caja,
nunca antes abierta por nadie, te aguarda el mas hermoso regalo de tu mundo.
Photo CC0 by Adriaan Greyling