No hace demasiado
tiempo, en un reino muy, muy cercano, vivía un hombre joven que creía saber
quién era y lo que quería.
Una tarde, buscando propósito
encontró un sueño, y dejó de saber quién era, pero ya nada le hizo dudar de lo
que quería.
Ella era, simplemente,
el embrión de la absoluta paz venidera, el irremediable bienestar en el que,
desde ese preciso instante se convirtió. Y ella le hizo el inmenso honor de
acogerle, el impagable favor de amarle, el caro y raro sacrificio de
entenderle.
Hoy, algunos años
después de que ambos se intercambiaran (muertos de risa) un dorado anillo,
aquel hombre joven que se convirtió en lo que ahora soy, recuerda y agradece:
Recuerdo el vértigo, y
agradezco tu cuerda.
Recuerdo el miedo, y
agradezco tu canción, y el susurro, y la caricia.
Recuerdo los tiempos
buenos y agradezco tus rosas.
Recuerdo los malos
tiempos, y agradezco tus rosas.
Recuerdo a mis hijas, y
agradezco tu generosidad.
Recuerdo lo cotidiano y
lo especial, y agradezco tu única vara de medir.
Recuerdo mis ofensas, y
agradezco tu perdón.
Recuerdo un recurrente afán por tirar la toalla, y agradezco el recorte de tu silueta a contraluz.
Pero, sobre todo,
recuerdo aquel primer amanecer juntos; la radio del vecino vendiendo una
misa, y la poco convincente voz del cura que reconocía: "...por mi culpa,
por mi culpa, por mi grandísima culpa".
Culpable soy de recordar
y de no agradecer nunca lo suficiente el que quisieras entrar en mi vida, y repartir
con ella la tuya.
Photo CC0 by Dumitru Culiuc