A mi me parieron sobre
una cama de madera oscura en un pueblo al que muchos hoy consideran ciudad, que
se derrama por laderas a las que cruza un barranco. Barranco que para en su
crecer al llegar a un mar al que ha robado alguna dársena, escollera, puerto y
farola.
Esta orografía de
escorrentías me acostumbró a conjugar mucho, desde pequeño, los verbos subir y
bajar.
Abajo, cerca del mar,
estaba el revoltillo de los bancos, el ayuntamiento, los cines y teatros,
hoteles, bares sin moscas, pubs oscuritos en calle señorial, grandes paseos,
oficinas, puerto y poder. Arriba, nosotros, los barrios. Barrios con sus casas
de auto-construcción, bar de la esquina, utilitario, escalera y perro callejero
peleón, barberías de Angelito, venta de Don Juan que dice mi madre que se lo
apunte, taller mecánico de oídas y uñas negras, campos de fútbol de asfalto en
pendiente y te toca a ti ir a por el balón, tendedero de balcón, el trabajo
duro sin horas y, al fin, la más común de las vidas. Para que se hagan ustedes
una idea, al nombre de muchos de estos lugares les acompañaba el adjetivo
'Alto', cuando no se llamaban directamente 'La Cuesta'. En mi caso, para bajar
a la escuela, había que subir.
Con este oblicuo
panorama uno decía: bajo al banco, bajo a arreglar papeles, voy a bajar a
carnavales, bajamos al cine, para eso hay que bajar al muelle, bajar a tomar
algo. Rambla, Castillo, Alameda y Plaza España.
Lo peor de todo esto es
que, inevitablemente, había que volver a subir. Normalmente el asunto se
solventaba a pie, aunque, en contadas ocasiones, uno podía subir en una
jadeante guagua. Yo creo que por eso las guaguas de esta tierra duran tan poco;
tanta cuesta las quema enseguida.
En aquel entonces, yo
consideraba que los afortunados eran los que vivían abajo y tenían todas
aquellas cosas tan útiles y bonitas, y tan cerca, con solo abrir la puerta.
Creía, sobre todo al llegar agotado a casa tras subir aquellas pendientes
interminables, que lo nuestro era una especie de castigo, que era culpa nuestra
no tener garaje, zapatos brillantes, plazas con fuente, rojos flamboyanes o
vermú los domingos.
Hasta muchos años
después no entendí que éramos nosotros los privilegiados. Vivíamos en la
atalaya desde la que contemplábamos, como si fuéramos obesos patrones de tabaco
puro y reloj de bolsillo tras la cristalera de su despacho, el afanoso ir y
venir de todas aquellas cosas y personas. Desde muchos de nuestros balcones,
entre la ropa tendida, se veía mas el mar que la casa de enfrente, la lluvia
nos llegaba primero y estábamos mas cerca de un cielo para todos igual de
inalcanzable.
Abajo trabajé, aprendí,
disfruté y atesoré muchos amigos, pero arriba...
Arriba viví alimentado
de mis certezas, que eran cálidas y compartidas, y solo arriba me adornaron los
mas sentidos, ahora añorados, amores que en mi vida han sido.