He bajado del andamio al
que nadie me izó y mis pies perciben la tibia pulcritud de la realidad. Sobre
este andamio pintaba con palabras los frescos de una capilla séptima que nadie
me había encargado. De esas palabras me convertí en esclavo, del halago por su
conveniencia y adorno fui rehén. Quizá aún lo sea.
Hacía ya tiempo que se
habían agotado los colores sobre la paleta, que los pinceles gastados
alfombraban el suelo, allá abajo, que la cera de mis luces resbalaba por el
entramado de tablas y hierros como un alma cayéndose a los pies, dejándome en
el silencio oscuro de los abanicos plegados.
Aún no me aventuro a
alejarme de aquí. Junto a mí, transita gente que lleva en las piernas la prisa
de lo importante y en los ojos la angostura de la inmediatez. Personas que
pasan de largo sin leerme ni una línea. Algunas, a pesar de ello, sonríen. Yo
paseo nervioso y dirijo continuas miradas al alto techo de palabras siempre
inacabadas, de frases eternamente inconclusas, y lucho porque mi soberbia no me
lleve en volandas de nuevo escalones arriba, a ser tu favorito, a creerme de
nuevo merecedor sin condiciones de que sean repetidos mis ciento cuarenta
latidos como un mantra global, tántrico y electrónico.
Y lucho por alejarme de
este espejo que me devuelve, en el garabato de un niño, la imagen de un hombre
cansado, prematuramente envejecido y hundido bajo el muy prosaico peso de las
deudas, de las dudas y de las mucho mas crueles certezas.
He recogido estos días
muchas piedras de las muchas que durante años me han lanzado. Tengo ya un buen
montón junto al espejo. El día en que a alguno de los seres que me habitan le
sonría un futuro, comenzaré a construir con ellas una muralla a mi alrededor,
circular y negra como un horno, como un camafeo gastado, inexpugnable y sin
posibilidad de fuga, pero con la precaución de dejar entre las piedras una rendija
a la altura de mis ojos, apuntando hacia la cortada entre aquellas dos montañas
por donde, cada día, se pone el sol.