Nunca había oído tu voz
con tanta nitidez como cuando empezaste a hablarme un día después de tu
entierro.
Con paciencia y decisión
me indicabas frente al ropero abierto los vestidos, camisas, faldas, chaquetas
y pantalones que tenía que meter en la enorme bolsa de plástico negra. Una de
esas bolsas que vinieron en un paquete en el que se ve a un jardinero pasando,
mientras sonríe, un rastrillo sobre un montón de hojas secas. También que ropa
debía conservar en una caja aparte, que ya vendría tu hermana a por ella.
De aquel ropero enorme,
en los días siguientes, como del resto de la casa, comenzaron a desaparecer
cachivaches menudos, y yo te imaginaba amontonándolos todos en el centro de una
alfombra y arrastrando el paquete sujeto por dos puntas camino de la puerta,
como un taxi de Aladino.
Aprendí que, a pesar de
tus indicaciones, es imposible hacer lentejas o macarrones para uno, y a
resignarme ante la visión de un poyo de cocina plagado de medios calderos de
comida abandonada tras el hastío del repetir. Aprendí que no es bueno poner
multicolores lavadoras a medias, y me resigné a convivir con camisas blancas
que mudaron a rosa.
Por las tardes, me
repetías los chistes que tus primos contaron durante el velorio, agrupados en
el alejado del viudo corrillo de carcajada y coñac.
Poco a poco, comenzó a desaparecer
el resto de nuestras cosas. Había a cualquier hora un ajetreo de mudanza, un
arrastrar de camas y sillas, un berrinche de sofás incomodados y, de vez en
cuando, venías a preguntarme por un libro, una caja, un caldero o una
aspiradora que no encontrabas. Los muebles comenzaron a desfilar camino de la
puerta como en una cabalgata de carnaval mudo, como una procesión sin santo ni
vela y de la casa se hizo dueño un eco de pisadas por cuartos vacíos, de
puertas que se cerraban tras de ti, con un chasquido blando, como de madera
húmeda.
Una mañana me dijiste
que el tiempo había avisado y yo comencé a sentirme como un boxeador tendido
sobre la lona, sangrante y agradecido, descansado. Paseaba por la casa con el
gesto torcido, con el convencimiento de empezar a ser ya mas lo que iba a ser
que lo que fui. Ya no ponía lavadoras a lavar, ni lentejas a guisar, y hacía ya
tiempo que no había muebles a los que limpiar el polvo.
Una noche, sonó el
timbre de la puerta. Tardé un rato en entender que del otro lado de ella habría
alguien llamando. Enrosqué la única bombilla en la única lámpara que quedaba y
fui a abrir. Tras dar dos vueltas de llave a cada una de las cerraduras, correr
el pestillo y desanclar la cadenilla, abrí la puerta.
La casa entera hizo el
mismo sonido que hace una nevera al cerrarse, y afuera, en el jardín, a la luz
de las farolas, me golpeó un revoltillo de muebles amontonados, cajas, bolsas
negras de jardinero sonriente, alfombras y cortinas anudadas, calderos,
lavadoras, todo tirado de cualquier modo, con la impudicia de las tripas al
aire, cagado de pájaros y sol.
En el segundo de los
tres escalones que llevan a la puerta, inmóvil y muy pálida, estaba tu hermana
que, con unos ojos que jamás le había visto antes, me preguntaba no sé qué de
una caja con ropa.