miércoles, 26 de febrero de 2014

Imagina

En la playa del pueblo donde nació mi madre tenían mis padres una caseta de madera. Era un lugar no demasiado pequeño. Construido y ampliado año tras año con tablas de madera sobrantes o traídas por la marea y planchas de cinc para desviar lluvias y soles altos. El suelo era de la propia arena negra de la playa que era renovado cada verano y se completaba con guijarros cuidadosamente enlazados. 
Separados de la cocina-comedor-estar por unas cortinas había dos dormitorios. El de mis padres, y el mío que era también el de mis primos cuando venían cada fin de semana. La caseta estaba oculta tras unos tarajales y en parte protegida por el saliente de lo que, en su día, fue cueva de piratas y luego nido de contrabandistas.
En esa playa pasé los veranos de mi infancia. Llegábamos a primeros de julio y, cuando abríamos puerta y contraventanas, aquel lugar exhalaba un suspiro de alivio, como un ahogado revivido. Una vez pregunté a mi madre por qué hacía ese ruido la caseta al abrirla. Como su respuesta fue: ¿que ruido?, no volví a curiosear mas en el asunto.
Pasaba los días deambulando entra la arena y la mar, devolviendo a mi piel un color original que se había extraviado durante los nueve meses de escuela, tirando piedras a los lagartos que corrían entre las piedras y los tarajales, llamando a las morenas con cantos de murión, engañando pulpos con trapos blancos, o charlando con el capitán Martín en la cueva. El capitán era un bucanero antillano al que, ya antes de morir en 1827, le faltaba media pierna y un ojo entero. Me gustaba sentarme con el en la boca norte de la cueva y, mientras esperábamos a que subiera la marea, escuchar sus fascinantes historias de navíos, tesoros, batallas y tropelías. El capitán Martín era un pirata extraordinario.
A menudo interrumpía nuestra charla las voces de mamá llamando a comer.
Uno de mis mejores recuerdos de aquella época, no me pregunten por qué, era sentir en las plantas de mis pies descalzos los callaos y la arena fría del interior de la caseta cuando para comer había macarrones con queso, y Seven-Up.
Cada tarde, cuando empezaba a derramarse la noche, en la caja de tomates que hacía las veces de alféizar de mi ventana se posaba Alfredo. Alfredo era una gaviota argéntea que había tenido un pasado intenso, cargado de anécdotas que tuvo la amabilidad de compartir conmigo. Fiel y convencido oyente fui , a pesar de que siempre creí que exageraba un poco. Tenía yo la sensación de que en gran parte exageraba como, por ejemplo, con la historia de aquella vez que salvó la vida de un rey africano que se había atragantado con una espina de pescado, o cuando cruzó todo el Atlántico de un tirón buscando el final del arco iris...
En cualquier caso, era una grata compañía antes de dormir y solo faltaba a nuestra cita los fines de semana porque estaba seguro de que mis primos no creerían sus historias e incluso, probablemente, ni fueran capaces de verle. En eso, yo estaba de acuerdo con Alfredo.
Los martes, tras compartir con mi alado cuenta-cuentos alguna de sus muchas vivencias, salía sin hacer ruido camino del rompeolas natural que protegía nuestra playa del mar de leva. Pasaba con cuidado tras mi madre que fregaba cacharros en la pila mientras, a su lado, Antonio Machín cantaba "Dos Gardenias" y ella hacía los coros. Caminaba los metros del espigón de lava ya conocido por mis pies casi mejor que por mis ojos y, llegando al extremo, me esperaba sentada Lili. Pasábamos cada noche de martes unas horas juntos, hablando del mar, de sus cosas y de las mías. Hacíamos planes que sabíamos imposibles o, simplemente, callados y de cara a una mar ruidosa e inquieta por su lado, calma y silente por el mío, dejábamos pasar la maresía entre nosotros y convertirnos en rocas de sal quieta. Lili se marchaba cuando, a unos metros de nosotros, emergían las cabezas de unos marineros alucinados de música y ahogados de encantamiento que le hacían señas para que volviera. Ella me decía ¡hasta el martes! y desaparecía con un chapoteo en el vientre de la mar calma.
Yo me quedaba recogiendo los pedazos de mi corazón y volvía con ellos a la caseta. Me acostaba enfurruñado en mi cama donde unos solícitos cangrejos sin nombre pinzaban las puntas de la manta y me arropaban.
El martes que cumplí doce años corrí al encuentro de Lili con un trozo de tarta. Ella no estaba, y no volvió ni el siguiente martes ni ninguna otra noche. Papá me fue a buscar horas después y me acompañó de vuelta con su mano en mi hombro, ambos sin decir ni una palabra. En mis manos, de nuevo, mi roto corazón, pero esta vez sucio de lágrimas y merengue.
A partir de ese día comencé a escribir de las cosas y las personas que me pasaban, me sentían o alegraban. De las muertes y continuos renaceres que me encontraron en el camino. No he dejado de hacerlo.
El capitán Martín, Alfredo, Lili y muchos otros que vinieron después, forman parte de mi vida. Si alguna vez tus hijos hablan de ellos, o preguntan por que se queja una casa o una piedra, por que ríe aquella flor...
Recuerda esta historia y hazles sentir como ante un humeante plato de macarrones con queso. Y Seven-Up. Todos los días. Cada día.


Photo CC0 by Gianluca - Dexmac - Pixabay