La pequeña explanada fue
testigo, en la cima de la colina que, no hacía tanto tiempo, había sido atalaya
de contrabandistas, sobre la playa mas cercana a la ciudad.
En esa playa, que ahora
contemplábamos, el fuego devoraba montañas de madera con hambre de hoguera en
la vigésimo tercera noche de junio. La gente con la que hacía unos minutos
reíamos, continuaba bailando en torno a las melenas naranja de los palés
crujiendo, sillas restallando, viejas puertas sin cerradura sucumbiendo a la
purga, poseídos por el alcohol que hechizaba la noche, por el jaleo de
guitarras y el rumor de olas lamiendo reflejos de luna en la orilla mansa.
Solo una hora antes nos
adentramos en ese mar, vestidos solo con la oscuridad y el reflejo de las
llamas. Solo una hora antes, bebíamos, cantábamos y saltábamos sobre ascuas
como pastores ante barrancos, abrazados o cogidos de la mano, juntos.
Solo unos minutos antes,
susurraste a mi oído un te quiero que se arremolinó en mi cabeza y fue
patinando directo al cajón de lo esperado, del niño con zapatos nuevos, del
décimo premiado, de lo anhelado, arrastrando en su andadura todos los recuerdos
del año anterior.
Llevábamos ya casi un año
juntos y, durante ese tiempo, habíamos intentado conocernos, estar el mayor
tiempo posible juntos, sorteando trabajos, estudios, familias... Conocíamos ya
nuestras virtudes, nuestros cuerpos, y cada vez disimulábamos menos nuestros
defectos. Casi un año en el que no pasó un solo día en el que yo no te
ofreciera un te quiero, ni un solo día en el que tu no evitaras un esto por
aquello, una mirada, un gesto de asentimiento. Hasta esa noche.
Cuando paramos junto a
la base del mástil que parpadeaba, penacho rojo, el destartalado Opel de
séptima mano en el que íbamos a todos lados, ambos tuvimos claro, que lo menos
que íbamos a hacer era contemplar noches de bruja.
No perdonamos un
centímetro de piel al beso, no dejamos un milímetro de garabato por enrevesar. Abandoné
mi cuerpo en tu interior y no pude ser mas yo que cuando me convertí en ti.
Abandoné mi alma en tu boca, y aún no he ido a por ella. Abandone mis miedos.
Competíamos por la caricia perfecta, por el gemido simple, por el sudor
compartido. Arqueamos espalda, vientre y tiempos de reloj. Fuimos flechas,
cañones, lenguas y fuegos de artificio. Exploramos sin miedo todas y cada una
de nuestras esquinas de ciudad agotada y pendenciera, apurando el ahogo,
renaciendo junto al duendecillo de los suspiros, atareados en el disfrute mas
allá de la piel, rítmicos, acompasados, bellos, insultantemente jóvenes. Aún
hoy, todo este tiempo que ha pasado no ha conseguido acercarme a algo tan
precioso y preciado, como lo fue tu sonrisa jadeando en mi cara, cuando juntos
nos vertimos.
La luz de un recién
nacido día de San Juan intentaba atravesar el vaho de los cristales y, con
cautela, por no romper aquello tan parecido a lo que llamaban felicidad,
aquello que nos acuchillaba dulcemente, fuimos desenredando cuerpos, y ropa,
y besos que no parecían querer saciarse, besos muertos de hambre, empachados de
sabor.
Regresamos. Juntos
continuamos el tiempo que estaba escrito. No me atrevo a pensar en los años que
han pasado desde aquella noche, pero cada vez que el vaho empaña los cristales
de un coche, o un reguero de ruidosos chiquillos acumula maderas en un
descampado, aquel estremecimiento me recorre, e intenta convencerme de que,
quizás, tampoco tu habrás podido olvidar la noche en que también me quisiste.
Photo CC0 by Chrisaram2